La música es una forma de expresión tan poderosa como universal. En ella caben el amor y el desamor, la amistad y la traición, la fiesta y la protesta. Por eso preocupa que el gobierno del Estado de México haya generado un clima de censura indirecta contra los narcocorridos, al grado de que el cantante Luis R. Conríquez canceló varias canciones de ese género durante un concierto reciente, provocando descontento entre sus seguidores.
El incidente reavivó el debate sobre la libertad de expresión. La presidenta Claudia Sheinbaum aclaró que no se trata de prohibir canciones, sino de “hacer conciencia”. Pero cuando un artista se ve forzado a cambiar su repertorio por temor a sanciones o represalias, el mensaje es claro: sí hay censura, aunque venga disfrazada de política pública.
No se trata de defender el contenido de los narcocorridos —muchos de ellos sí glorifican la violencia, la impunidad y el poder del crimen organizado—, sino de advertir que suprimirlos no resolverá nada. El problema no está en la música, sino en la realidad que la inspira.
Lo que sí debería hacer el gobierno, en lugar de ir contra los artistas, es usar todos los medios posibles para concientizar a la población: las series, las novelas, los corridos y hasta los TikToks del narco son un espejismo con tintes de ciencia ficción. La verdadera historia de quienes se enrolan con el crimen no se canta ni se filma: se escribe en expedientes judiciales o en lápidas. El destino de quienes entran al narco suele ser cárcel o muerte. No hay final feliz.
Por eso es urgente combatir la cultura de la narco-apología con inteligencia, no con prohibiciones. Si el Estado quiere debilitar el encanto del crimen, debe mostrar sus verdaderas consecuencias. Y, sobre todo, dejar de culpar a la música por una violencia que se genera por complicidades mucho más profundas.