Hace un mes que Juan Gerardo Guaidó Márquez, miembro de la Asamblea Nacional, se autoproclamó presidente de Venezuela. Su autodestape, para decirlo en términos de política mexicana, generó tanto las simpatías de los enemigos de Maduro como el rechazo de los seguidores de la herencia chavista. Adhesiones y rechazos entre quienes buscan la autodeterminación del pueblo venezolano y quienes promueven la intervención de Estados Unidos. Entre quienes buscan el bienestar de la población mediante una mejor distribución del ingreso, fortaleciendo la independencia y la soberanía; y quienes desean importar los principios y la protección del gobierno estadunidense.
Sin embargo, la explicación de la crisis venezolana se debe analizar en relación con la existencia de una de las reservas petroleras más grandes del mundo, así como la presencia y control hegemónico de Estados Unidos en el continente americano. En especial, de la geopolítica operada desde Washington a través de la Organización de Estados Americanos (OEA), desde su fundación, en 1948.
A partir del Destino Manifiesto, la Doctrina Monroe y el Corolario Roosevelt, el gobierno estadunidense acuñó el principio de América para los americanos. Mismo que, con el tiempo, responde más a las ventajas de nuestros vecinos que a los intereses de los países de la región. Desde entonces se considera que un ataque en contra de cualquier país latinoamericano es una agresión a todos. Un principio flexible que puede o no cumplirse, por ejemplo cuando Inglaterra invadió (agredió) a Argentina en el asunto de las Malvinas.
Con el tiempo, la agresión física se fue inclinando hacia el universo de las ideas. La Guerra Fría dividió al mundo entre países de economía centralmente planificada y países de libre mercado. Dicho de otra manera, entre los adeptos al socialismo de la desaparecida Unión Soviética (URSS) y los simpatizantes del capitalismo financiero, o de cuates, de Estados Unidos (USA). En este sistema bipolar, Estados Unidos propició el derrocamiento de gobiernos liberales, independientes y democráticos al imponer las dictaduras más sanguinarias y funestas de la historia de América Latina en Argentina, Bolivia, Brasil, Colombia, Chile, Cuba, Nicaragua, Paraguay, Perú, República Dominicana y Venezuela.
Cuba superó la dictadura con una guerrilla encabezada por Castro e impuso primero un gobierno de entendimiento con Washington y, después, un modelo socialista. Chile eligió a Salvador Allende, un presidente socialista, electo dentro de las reglas de un sistema democrático. El presidente Allende fue brutalmente asesinado en un golpe militar encabezado por Augusto Pinochet. Y Venezuela eligió democráticamente a Hugo Chávez, quien sobrevivió primero al apoyo y después al derrocamiento manipulado por Estados Unidos. Chávez continuó la Revolución Bolivariana, que encabezara desde 1982.
Sin embargo, después de una calma relativa, a partir de la década de los ochenta, el panorama político se alteró al elegirse, por la vía democrática, de una serie de gobiernos que buscaban el bienestar de sus pueblos sin la tutela del gobierno de Washington: Venezuela, Brasil, Uruguay, Argentina, Chile, Perú, Ecuador, Bolivia y Nicaragua fundaron, junto con México, sin Estados Unidos, la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), que incluye a 33 países.
Los problemas de política interna y la absurda guerra contra Irak ocasionaron el descuido del Departamento de Estado hacia América Latina. La Celac logró firmar importantes acuerdos económicos y políticos con la Unión Europea y China en los que se incluía, entre otros, un respaldo decidido a la autonomía y autodeterminación de Venezuela. Esto significaba oponerse a los intentos de Estados Unidos por intervenir y derrocar al gobierno de Chávez y después a Maduro e imponer un gobierno ad hoc a sus intereses, como los logrados en Brasil y Argentina. Sin embargo, a partir de la segunda década del siglo XXI, Estados Unidos formalizó una política de recuperación, proponiendo la creación del Grupo de Lima para enfrentarlo a la Celac. Ambos grupos integrados por un buen número de países de la región. Unos inclinados a gobernarse sin la tutela del Departamento de Estado y otros que necesitan la protección política y económica del gobierno de Estados Unidos.
La nueva ofensiva de Estados Unidos se inició con cambiar gobiernos con ideas diferentes o contrarios a sus políticas. La propaganda comenzaba financiando grupos disidentes de un gobierno libre, de cualquier tamaño. Una vez identificada la falla, el “delito”, de un presidente o un funcionario “corrupto”, un activista inconforme, diputado, juez o político, encabezaría una campaña de medios de comunicación masiva deshonrando, injuriando, agraviando y denostando al gobernante, a su Gabinete o a miembros de sus familias. De las injurias se pasaría a las descalificaciones, a los insultos, a las denuncias de corrupción, abusos de poder, arbitrariedades y demás sutilezas ingeniosas hasta lograr su desprestigio y la demanda para desaparecer los poderes. A esto seguiría el ofrecimiento de la amnistía, la presión internacional, las amenazas de invasión, la promoción de una guerra civil y la intervención de otros gobiernos solicitando el cambio.
Una vez logrado este propósito, la estrategia se concentraría en escoger al designado o autonombrado para imponerlo como sustituto en el gobierno o en las elecciones. Enseguida se repetiría una ofensiva de medios elogiando, inventando y difundiendo virtudes y cualidades inexistentes del nuevo favorito hasta lograr, por lo menos, la aceptación. Este fue el camino seguido en Cuba y Chile, y ese ha sido el camino para imponer a Juan Guaidó, un joven torpe e inexperto para encabezar el gobierno de Venezuela. Solo así se evitaría la invasión y la guerra civil.
Interrumpen este proceso geopolítico continental los intereses y la presencia de Rusia y China en la esfera venezolana. El país está dividido. Es la hora de hacer efectivo el llamado a la negociación y a la solución pacífica de las controversias encabezados por México, Uruguay, la ONU y la Unión Europea. Ningún país quiere la intervención militar. El Movimiento Bolivariano Revolucionario se hizo gobierno, en 1998. Desde entonces, bien o mal, gobierna Venezuela. Y la alianza cívico militar está viva.
Cualquier país que promueva la intervención armada en Venezuela está lejos de ser una democracia. Tampoco son demócratas los venezolanos que tratan de imponer una intervención extranjera. Los venezolanos tienen el derecho de elegir su propio destino en libertad, libres de amenazas extranjeras. Solo a ellos corresponde decidir la forma de gobierno que más convenga a sus intereses. El futuro debe estar en sus manos.
Romero Flores Caballero es doctor en Historia por la Universidad de Texas.