La política, dicen algunos, es un tema de percepciones. No se refieren a la implementación de programas gubernamentales, a los acuerdos entre las diferentes fuerzas partidistas o al diseño de los grandes proyectos nacionales sino a las estrategias de comunicación que utilizan los encargados de la cosa pública para agenciarse la aprobación del electorado. O sea, que la experiencia directa de la realidad no importa tanto. Por lo que parece, cuentan más las emociones que despierta el discurso demagógico, la propaganda y el carisma del caudillo de turno.
Los líderes populistas son expertos, justamente, en la fabricación de arrebatadoras ficciones: ahí tenemos a la Revolución, para mayores señas, sacralizada por la izquierda comunista hasta el punto de no admitir la más mínima expresión del pensamiento crítico, de suprimir tajantemente cualquier alternativa democrática y de cancelar brutalmente las libertades. Al final, el pueblo termina pagando los platos rotos, pero en un primer momento las masas expresan una arrolladora adhesión al proyecto colectivista, impulsadas por la promesa de justicia, la repartición de riqueza y, hay que decirlo también, el resentimiento social.
El germen del descontento no necesita más que de una pequeña chispa para explotar y transformarse en una destructiva marea revanchista. La devastación –es decir, el planificado derribo del orden antiguo, la confiscación de patrimonios, la supresión de las normas vigentes y la paralela edificación de un oprimente modelo estatista— se valida a partir de una realidad que parecería incontestable: la estructura del libre mercado no garantiza el bienestar pleno a toda la población y el sistema, por el contrario, promueve la desigualdad. Se denuncia entonces el acaparamiento de la riqueza nacional en pocas manos y se promueve el desmantelamiento de un aparato público dirigido esencialmente a salvaguardar los espurios intereses de una minoría. ¿Quién no pudiere no convenir con tan elevados designios?
El gran atorón es que después, en el día a día, las cosas no cambian. Más bien empeoran. Se pierden derechos y oportunidades. Y, sobre todo, hay más pobreza. La gente, en el desolado paisaje de la ruina económica, deja de creer en retóricas y proclamas. Pero ya es muy tarde…