El aparato del Estado no solo sirve para impartir justicia sino que, en ocasiones, los gobernantes ponen en marcha la aplastante maquinaria judicial para perseguir a opositores, no para castigar a criminales y delincuentes.
Esa, la indefensión del individuo frente a un ente tan supremamente poderoso y avasallador, es una de las más estremecedoras realidades que podamos sobrellevar como sociedad. Apenas ahora, gracias al constante proceso civilizatorio de la humanidad y a las luchas sociales que han tenido lugar en la historia, podemos beneficiarnos de ciertas garantías y reclamar derechos con una mínima legitimidad. Hasta hace muy poco tiempo, se contaban por millones las víctimas del fascismo y de las dictaduras comunistas. Y, más lejos, doña Iglesia quemaba viva a la gente en las plazas públicas por el simple hecho de haber proferido las palabras que figuraban en un inflexible catálogo de herejías o por dudar públicamente de la fe impuesta obligatoriamente por los supremos inquisidores.
Existen todavía regímenes totalitarios en este mundo —ahí están, para mayores señas, Corea del Norte y Cuba—, pero la deriva dictatorial de naciones como Venezuela y Nicaragua resulta también muy inquietante en estos momentos, por no hablar del populismo autoritario de sujetos como Recep Tayyip Erdogan, el mandamás de Turquía, o del extremismo de derechas de los dirigentes de Hungría y Polonia.
El asunto es que la democracia liberal aparece, sorpresivamente, como un sistema extrañamente frágil y que las garantías individuales que asegura se ven amenazadas en el camino. Los autócratas no soportan ni lejanamente la manifestación del pensamiento crítico y su primer impulso es cancelar las libertades que disfrutan los ciudadanos. Instauran así un modelo persecutorio para amedrentar a los disidentes y, como decíamos, se sirven del aparato de justicia para perseguir, para encarcelar y, llegado el caso, para matar.
En este país no hemos llegado ni lejanamente a esos extremos —nos beneficiamos de haber construido instituciones sólidas y los avances de nuestra democracia son innegables—, pero la justicia, en manos de fiscales que a veces no parecen enteramente imparciales ni equitativos, nos resulta, de pronto, un tanto amenazante.
Román Revueltas Retes