Cultura

Los estudiantes y el profesor

A Graciela Bernal

Tuve dos alumnos en el taller de escritura creativa que doy en el Iteso que creían en la teoría de la conspiración que asegura que el hombre nunca llegó a la Luna. El montaje cinematográfico, si éste fue dirigido por Stanley Kubrick y que incluso hay un documental francés que lo narra todo. ¿Por qué no nos cuentan todo lo que saben?, le pedí a los dos. Leí un artículo, dijo uno, aunque no recordaba al autor. No tuve que explicarles nada porque sus condiscípulos se encargaron de sacarlos del error con una avalancha de argumentos y referencias que buscaron en ese momento en Internet. ¿Por qué la Unión Soviética, en competencia con Estados Unidos por la conquista del espacio, habría de tragarse el cuento del alunizaje?, le preguntaron a los crédulos, además de leer en voz alta fragmentos de artículos como “Un debate interminable (y absurdo): ¿pisó el hombre la Luna?”, publicado en la revista National Geographic en julio de 2018.

Si quedaron convencidos o no ya se verá, pero al final de cuentas es un taller literario y los dos siguieron escribiendo poemas y relatos —aunque no, como podría pensarse, de ficción científica.

Nadie está exento de caer en ese tipo de engaños burdos o de sutiles mistificaciones, ni en las noticias falsas y verdades alternativas, pero afortunadamente hay maneras de desmentirlas y aproximarse a la realidad. Esto fue lo que hicimos en aquella clase y lo que hemos hecho en otras asignaturas cuando se presenta la oportunidad de precisar conceptos, acontecimientos históricos, despejar prejuicios y muchas otras cosas que damos por sentadas.

La universidad es una de las más grandes y nobles creaciones de la civilización occidental y que el mundo entero ha adoptado desde hace siglos. La universidad nació de la paulatina convergencia de circunstancias históricas y de dos corrientes: la de los que querían aprender y la de los que estaban dispuestos a enseñar.

La palabra universitas fue acuñada, se dice, por Cicerón, con el sentido de “totalidad”, y se deriva de universum: “reunido en un todo”. El vocablo pasó a designar la institución que tenía carácter de totalidad en dos sentidos: originalmente fue la universitas magistrorum et scholarium, esto es, la comunidad de maestros y alumnos, y posteriormente la universitas litterarum, la institución en la que el saber se reunía en un todo.

En Las siete partidas, el rey Alfonso X el Sabio da una definición de lo que es una universidad: “Es el ayuntamiento de maestros y de escolares, que es hecho en algún lugar con voluntad y entendimiento de aprender todos los saberes”.

La primera universidad de la que existe registro de entrega de títulos es la de Qarawiyyin, en Marruecos, según la Unesco, fundada en 859 por una mujer musulmana: Fátima al–Fihri. Esto nos hace recordar a Hipatia, matemática, filósofa y astrónoma, que en el año 400 convirtió su casa de Alejandría en un centro de instrucción al que acudían estudiantes de numerosos lugares del mundo romano.

En nuestros días, la universidad es un establecimiento de enseñanza superior formado por facultades, colegios o institutos en donde se enseñan carreras profesionales, se investiga en los distintos ámbitos del conocimiento, como la Física, la Biología, la Filosofía, la Ingeniería —y cientos más— y se otorgan los grados académicos correspondientes.

Las experiencias que me ha dejado la enseñanza de diversas asignaturas en el Iteso son todas muy gratas y estimulantes. Estar cerca de los estudiantes y dialogar con ellos es a un tiempo un reto y una oportunidad de provocar y allegarles una parte ínfima del vasto conocimiento acumulado por la humanidad. ¿Cómo se puede rastrear la historia del poblamiento del mundo a partir de los orígenes africanos de nuestra especie?, me preguntó un alumno de Discurso oral y escritor, y una estudiante de esa clase preguntaba si la división entre hombres y mujeres es biológica o cultural. Grandes preguntas y respuestas que nos llevaban amenas horas de clase.

En el aula, durante las primeras sesiones destacan los estudiantes más dotados para diversas habilidades, como la lectura, la escritura, la comprensión y la soltura para exponer frente a la clase. Con ellos es más fácil establecer afinidades y complicidades intelectuales, lecturas y gustos estéticos.

Creo, como dice Adorno, que la relación entre el profesor y el alumno “debe estar signada por el diálogo de un alma con otra y no por el dogma y la perversión” (“Juvenilia. Psicología de la relación entre profesor y alumno”, Miscelánea II, Madrid: Akal, 2014), y no han sido pocas las ocasiones en las que hemos conversado sobre los problemas personales de algunos de ellos, con la intención de que sus compañeros puedan ofrecer ideas para solucionarlos.

La universidad ha sido una de mis mejores escuelas para conocer más sobre el espíritu humano, su grandeza y sus debilidades; un lugar para enseñar pero, sobre todo, para seguir aprendiendo. 

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Rogelio Villarreal
  • Rogelio Villarreal
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