Cultura

De errores correctos

Déjenme presentárselos: Alberto Gómez Font es miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española, barman y publicista —así se presenta en la solapa de Errores correctos. Mi oxímoron, un disfrutable libro publicado en noviembre pasado por la editorial tapatía Arlequín que me trajo gratos recuerdos de mis lejanos inicios en el oficio de corrector y editor, de la mano de mi padre.

Ex coordinador general de la Fundación del Español Urgente y también ex asesor en cuestiones lingüísticas de la Agencia Efe, además de autor de otros libros de estilo y sobre el idioma, Gómez Font demuestra humor y sabiduría en esta utilísima obra de consulta y entretenimiento que trata de palabras que antes tenían un significado y que en la actualidad quieren decir otra cosa, a veces una muy distinta. Más de 150 términos que son comentados a partir de su vasta experiencia como corrector, revisor y editor y que coleccionó durante más de treinta años —los de este libro y muchos más: errores ortográficos, tipográficos, morfológicos, sintácticos, léxicos, extranjerismos, vulgarismos, anacolutos, redundancias... cometidos, sobre todo, por el inefable gremio de los periodistas. “Toda una miscelánea de los desvíos de la norma que, bien sea por descuido o por ignorancia”, dice Gómez Font, “cometían los profesionales de los medios de comunicación, aunque muchos están incrustados en la lengua general y los periodistas se limitan a reflejarlos”. (El autor se refiere solamente a los errores y pifias que se ponen por escrito, pero en el lenguaje hablado tendría una mina inagotable de gazapos y barbaridades, sobre todo entre los reporteros mexicanos de la radio y la televisión que comienzan invariablemente sus reportes con un “Comentarte, Pepe...”.)

No sin cierto pesar escribe el autor cómo adefesios como concretizar, epatar, espónsor, estatalizar, explosionar, implementar, indexar, negligir, posicionar y rol, entre muchos más, adquirieron carta de naturalización en el habla cotidiana y en los medios, en desdoro de un lenguaje más preciso y elegante; adiós a la etimología y a la corrección, aunque, reconoce Gómez Font, es la fuerza de la costumbre la que al final acaba por imponer sus reglas.

Reconoce también Gómez Font que pecó de celo excesivo en varios momentos, lo cual lo llevaba a ser intransigente, pues se negaba a utilizar términos que al final fueron reconocidos por la RAE. A propósito, recordé un viejo artículo del que reproduzco el párrafo siguiente.

“En una deliciosa serie de artículos publicados en Biblioteca de México (“Mester de maxmordonía”, I a XI, 1991 a 1993) Gerardo Deniz escribe acerca de las desdichadas glorias de los maxmordones que conoció a su paso por varias editoriales. Maxmordón es un término en desuso que significa “Hombre de poca estima, tardo, pasmado y sin discurso” y también “Hombre taimado y solapado”. La palabra, rescatada por Deniz, le fue aplicada inmediatamente a uno de sus colegas, “un sabihondo típico de editorial”, uno de ésos que se solazan exhibiendo sus conocimientos del diccionario y explicando a la menor provocación la grafía o el uso correcto de tal o cual frase o palabra y por qué debe escribirse Estados Unidos y Argentina y no los Estados Unidos ni la Argentina o viceversa. Ratas de escritorio que no tienen otra cosa que hacer en su tiempo libre más que esperar a que den las ocho de la mañana para empezar a fastidiar al resto de la oficina con su sapiencia superficial. Yo mismo, confieso, fui víctima en varias ocasiones de sendos ataques de maxmordonía. Con petulancia adolescente llegué a corregir a quienes pronunciaban o escribían “mal” algún vocablo o ignoraban el significado de otro. Sin embargo, el trato frecuente con otras personas del medio editorial, mucho más experimentadas que yo y también más equilibradas, me hizo entender al cabo que esa actitud sólo presagiaba mi ruina y mi desprestigio.”

En Gómez Font ganó siempre la prudencia y aceptó, resignado, que muchas batallas se pierden ante la caprichosa evolución de la lengua y que es imposible oponerse a esa fuerza avasalladora. Hay palabras nuevas acuñadas por los avances de la ciencia y la tecnología, préstamos idiomáticos que se vuelven comunes y términos surgidos de las redes sociodigitales, en tanto que otras palabras caen en desuso y finalmente son expulsadas de diccionarios y del habla común.

Entre las batallas perdidas está la del empleo de “desapercibido” como sinónimo de inadvertido. Desapercibido, nos recuerda Gómez Font, en la lengua culta aún significa “la persona o cosa que no está provista de lo necesario para algo”. Yo, siguiendo el ejemplo que me dio mi padre hace muchos años, aún cambio aquella palabra, desapercibido, por la más propia inadvertido. Otra palabra es deshonesto, cuyo significado en el diccionario aparecía como “impúdico, lascivo, falto de honestidad ... grosero, descortés, indecoroso”. Recuerda Gómez Font a Salvador de Madariaga y su explicación: “De lo honesto y lo honrado ya hice valer que la frontera es la cintura. El que se conduce bien de la cintura para arriba es honrado, y si es para abajo es honesto”. Honestidad, pues, era casi sinónimo de castidad.

Así las cosas, lo que menos hemos visto en este viejo–nuevo sexenio es la tan traída y llevada “honestidad valiente”, sea lo que sea que eso signifique. 


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Rogelio Villarreal
  • Rogelio Villarreal
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