¿Qué se puede añadir a una discusión que ha consumido billones de palabras en los medios y en las redes sociales y en la que todos, idealmente, deberíamos estar de acuerdo? El acoso, en términos jurídicos y al menos en los países occidentales, se entiende como un “comportamiento que se encuentra amenazante o perturbador”. El hostigamiento o acoso sexual se refiere a “los avances sexuales de forma persistente, normalmente en el lugar de trabajo, donde las consecuencias de negarse son potencialmente muy perjudiciales para la víctima”. En México, el hostigamiento y el acoso sexual están tipificados en la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia.
Nadie puede negar el machismo abierto o soterrado con que se conducen millones de hombres mexicanos, de todos los estratos sociales, una conducta atávica y detestable que puede expresarse de manera prepotente y llegar a ser violenta, es indispensable tener siempre en mente las abultadas cifras oficiales y de diferentes organismos nacionales e internacionales de mujeres acosadas, secuestradas, violadas y asesinadas.
Hay machismo en un piropo, pero no necesariamente violencia, ni mucho menos agresión, si se trata de un piropo inofensivo y hasta lírico e ingenioso, como los que refiere Rocío Dúrcal en aquella popular canción de 1963 “Los piropos de mi barrio”. Eran otros tiempos y el mundo y sus códigos han cambiado en esta parte del mundo, una prueba palpable son las intensas discusiones entre diversos grupos de mujeres y feministas de América y Europa -con rasgos culturales tan diferentes—, sin olvidar a las mujeres del vasto mundo musulmán, que empiezan a mostrar ya su inconformidad con el férreo dominio de la teocracia islámica.
Hoy el piropo de un desconocido a una mujer puede ser causa de una denuncia penal, así se haya proferido sin la intención de intimidar o insultar. Si a ella no le gusta que le digan guapa, entiéndelo, aunque te parezca una exageración.
Ninguna mujer espera que nadie le enderece un piropo o un halago, mucho menos que las hostiguen o acosen. Ningún hombre debe sentirse con derecho a espetarle un piropo -así sea elogioso o halagüeño- a una mujer a la que no conoce ni debe pensar que ésta debe sentirse agradecida o con el deber de corresponderle.
Que hay mujeres a las que les gusta recibir halagos y frases galantes y hasta silbidos del muy respetable gremio de los alarifes las hay, sin duda. Que hay muchas a las que no les interesa tu opinión sobre sus ojos, su cuerpo o su belleza, las hay también -más de las que te imaginas-, y no veo cuál es la dificultad en respetar algo tan evidente. El machismo es un impulso atávico que le hace sentir a muchos hombres con el derecho de dirigirse a una mujer para halagarla o insultarla y, en el peor de los casos, agredirla.
¿Y qué con los códigos del cortejo?, preguntan, preocupados, los campeones del ligue. Las mujeres entienden estos códigos y también los practican, y no es raro que sean ellas las que tomen la iniciativa. Si ellas quieren algo contigo te lo harán saber y si no quieren nada también, así que insistir es lo más torpe y contraproducente que puedes hacer.
Lo que a algunas les parecerá una galantería o un gesto caballeroso -que los hay- a otras les parecerá un imperdonable desplante de [micro] machismo. Posiblemente hombres y mujeres desarrollen nuevos códigos para manifestar una atracción mutua sin que ella resulte ofendida y tú con una multa o una condena de tres meses.
¿Que hay exageraciones, malentendidos y acusaciones sin sustento? Muchas. Una mirada o un gesto pueden malinterpretarse y la histeria, sí, está a la orden del día. No son pocas las feministas -sobre todo las que han dejado de escuchar y dialogar- que querrían prohibir las miradas de deseo, ignorando las miradas femeninas a ejemplares varoniles que les resulten apetecibles. Y sí, hay de miradas a miradas. Muchas de mis alumnas universitarias tienen miedo de salir solas a la calle y de toparse con tipos cuya babeante inspección las intimida. El miedo es real, no imaginario. Muchas de tus hermanas -incluso las de 12 o 14 años-, primas, tías, amigas y compañeras de escuela o de trabajo -y hasta tu madre- dudan en vestirse con shorts o vestidos por el temor a recibir más agresiones: miradas insistentes, palabras ofensivas y tocamientos. Solo un hombre que entiende y ensaya mal su masculinidad es capaz de sentirse con el derecho de avasallar a toda mujer que se le atraviese en su camino.
Podemos afirmar que una gran mayoría de ciudadanos está de acuerdo en castigar con severidad a sacerdotes, maestros, médicos, profesores, padres, esposos, entrenadores, proxenetas, tratantes de blancas y jefes acosadores y violadores de mujeres, niños y niñas -incluso de hombres-, pero es indispensable también que los hombres dejen de creer que tienen derecho a acosar a las mujeres, aunque crean que no hacen nada malo. No es cuestión de imponer esa aberrante corrección política ni de volverse taimados, sino una cuestión de respeto, de educación y de sensibilidad: de civilidad y, por supuesto, de leyes que deben cumplirse.