Cuando conocí a Kyra Galván a comienzos de los años setenta, en la preparatoria 6, de Coyoacán, nunca me imaginé que esa chica con gafas de intelectual y facha de existencialista llegaría a ser una reconocida poeta y escritora, con poemas avasalladores como “Contradicciones ideológicas al lavar un plato”: “La otra parte es el misterio que nunca desnudaremos./ Nunca podré saber —y lo quisiera—/ qué se siente estar enfundada en un cuerpo masculino/ y ellos no sabrán lo que es olerse a mujer/ tener cólicos y jaquecas/ y todas esas prendas que solemos usar”, o “Diez B”: “Día tras día/ Entre nueve y media y diez en la oficina/ Esos licenciados que llegan coqueteando/ Gallos de pelea/ Jóvenes y con buen futuro bajo sus sacos a cuadros/ Se me quedan mirando cuando paso./ Entonces yo segura de traer algo raro/ Me reviso la bragueta, los botones de la blusa./ Todo en orden. Solo se atreverían a pensar/ Qué buenas nalgas”.
Aunque debía haberlo supuesto, eso de que sería una gran poeta, pues me dio algunas pistas: una vez me mostró una revista que se llamaba Zarazo 0: Objeto gráfico palpable de pretensiones combustibles —de la que se publicó sólo un número en 1974— y conocía a los Infrarrealistas, que querían “volarle la tapa de los sesos a la cultura oficial” y, bueno, algunas travesuras hicieron. Entre ellos se encontraban el hoy célebre Roberto Bolaño y Mario Santiago Papasquiaro, además de José Vicente Anaya y otros poetas que no escapaban al arcaico y arraigado machismo latinoamericano —como podrán corroborarlo la propia Kyra y la pintora Mara Larrosa, entre otras de las pocas mujeres del grupo.
Artífice del lenguaje, Kyra Galván ensaya ahora otro registro en su labor poética e indaga en los orígenes y sentidos de la escritura, la historia fascinante de cómo nacieron las palabras contada con las palabras de un largo poema, incluso antes de que los primeros hombres y mujeres las intuyeran: “¿Palabras? No, aún no./ Flotan en el líquido amniótico/ de una memoria por venir”. Miles de años después “Cruzaron vastas extensiones de tierra y nos pervirtieron”.
Anatomía de la escritura (UAM–X, 2019) va de la “complejidad abstracta e intelectual de los jeroglíficos egipcios, los ideogramas chinos y las runas vikingas, hasta llegar al cursor palpitante de las computadoras”, y de ahí hasta alcanzar los más lejanos confines del espacio.
Una asombrosa historia que sigue siendo un misterio para los antropólogos y que la poesía intuye con igual sabiduría. Los primeros humanos se reúnen en torno al fuego mágico y esculpen los primeros vocablos, los primeros fonemas que se dispersarán por el mundo. “Mientras, tibia, materna/ en el regazo del barro/hundida en lo recóndito/ la semilla del signo/ madura rabiosa/ bajo la arcilla memoriosa”.
La ciencia precisa de la poesía cuenta de manera espléndida aquellos tiempos prehistóricos: “Y a la melodía apabullante de la libertad/ de un planeta que aún no ha dado a luz/ ni a filósofos, ni a teólogos/ o a apestosos fanáticos/ se une la de un mundo sin signos, sin letras/ sin símbolos”.
Miles de centurias más hubieron de pasar para que aquellas voces y signos que “hibernan en el basalto de las cuevas/ del cráneo cóncavo y circunnavegante/ del homo sapiens”, de aquellas vagas abstracciones, saltaran a la tierra, a las tabletas de barro, a los papiros. “Cuentan el ganado,/ los odres de vino,/ las ánforas de aceite”.
Líneas, puntos, curvas, trazos caprichosos, “Así supimos cuántos periodos/ antes del primer beso/ cuántas semanas en el vientre antes de nacer”. La palabra escrita da fe del nacimiento de la civilización y también de la barbarie. Sirven al hechicero y al jefe de la tribu, al rey y al contador, pero también al paria, al músico y al poeta. “Ojo por ojo y diente por diente”, dice la primera ley.
Fórmulas, mágicas, remedios para enfermedades, canciones de amor, contratos de comprar–venta, sueños y deudas comerciales, la genealogía de faraones y profetas, el movimiento de los astros a través del firmamento y el nombre de todas las constelaciones. Todo se escribía para que no se olvidara, para que llegara a nosotros.
“Huang–Che inventó la escritura/ pero no se enorgulleció./ ¿Qué hizo?/ Lloró amargamente la noche de su invento. Sospechó, y con razón, las tribulaciones que traería consigo. Y el viento de la hora más oscura se lo confirmó en un sollozo”.
En el Medio Oriente los fenicios surcan el Mediterráneo con su flamante alfabeto.
En tanto, sus vecinos hebreos “deletrean por primera vez/ los nombres sagrados de Yahvé y Elohim./ De derecha a izquierda alineadas/ una a una, con pulcritud esmerada/ las divinas escrituras/ se vierten como acero derretido/ dentro de cuadrados perfectos”.
Entre los árabes, “Y a pesar de la belleza/ las oraciones se vuelven cánones./ Los libros con la palabra de Dios/ fundan escuelas, sectas, fanáticos./ La espada se blande por la religión”.
Sí, los griegos, dice Kyra, “Se robaron las consonantes./ Se las raptaron a lomo de toro bravo/ como Zeus lo hizo con Europa./ Teniéndolas bajo su influjo/ las violaron, les agregaron vocales,/ las mezclaron con sangre aquea” y escribieron todo lo que debía escribirse. “Qué decir,/ cuando Homero/ ya lo dijo todo”.
La lengua, las rectas inscripciones en capital cuadrada, el derecho, los monumentos y las guerras, el pan y el circo son el legado de nuestros ancestros latinos. “El latín vulgar resultó la mejor herencia del soldado de a pie. Las lenguas romances echaron raíces en nuestros queridos abuelos. Aplaudan romanos a los romanos”. En este libro la escritura se mira a sí misma.