Desde 2006 he discutido largamente con decenas de amigos y conocidos –académicos, periodistas, escritores, profesores y activistas– sobre quien parecía eterno candidato a la presidencia y ahora es gracioso inquilino del palacio nacional. Desde entonces sigo tratando de entender y explicar(me) por qué muchos de ellos expresaron ese entusiasmo desbordado por un político de raigambre priista y que durante su periodo como jefe de gobierno de la Ciudad de México dio inequívocas muestras de conservadurismo, intolerancia y opacidad, además de las mentiras que, como hoy, también espetaba con frecuencia en sus conferencias matutinas. El fuerte rechazo al PRI, en primer lugar, y después al PAN, es una de las razones con más peso. Otra, no menos importante, es la identificación sentimental de López Obrador con “la izquierda”, aunque el tabasqueño jamás militó en ningún partido u organismo de esa filiación –como sí lo hicieron varios de mis ex camaradas del PCM, PMT, PSUM y otros, hoy conversos atávicos al obradorismo. Es inquietante pensar que el proyecto obradorista sea lo más parecido a sus expectativas de un largamente anhelado gobierno “socialista”.
Como jefe de gobierno, López Obrador, vetó la Ley de Sociedades de Convivencia, evadió la despenalización del aborto y encriptó los costos de construcción del segundo piso del anillo periférico, regaló terrenos a la Iglesia católica, vetó la información y la transparencia, tildó de “pirrurris” a los manifestantes contra la inseguridad y remató propiedades del Centro Histórico al hombre más rico del mundo. Bautizado Rayito de Esperanza por él mismo, como candidato a la Presidencia arremetía contra la derecha con un discurso de izquierda, pero con un programa robado al priismo de los años setenta, consignados en los 50 puntos de su libro –que por supuesto no escribió– Proyecto alternativo de nación (Grijalbo, 2006).
Al perder por unos cuantos votos la contienda electoral afloró con más nitidez su talante antidemocrático: López Obrador inventó un fraude y millones le creyeron, incluyendo a muchos de los intelectuales a que referí al comienzo. Se trataba de un fraude que nadie pudo probar –véase El mito del fraude electoral en México, de Fernando Pliego Carrasco, Pax, 2007–, pero cuya sola posibilidad se alimentó de la justificada desconfianza en un sistema edificado sobre la trampa y el engaño: el mismo que como priista ayudó a cimentar. López Obrador y Calderón –cuyo triunfo era “moralmente imposible”– alcanzaron 15 millones de votos cada uno. Madrazo, el priista, recogió 9 millones y la candidata socialdemócrata, Patricia Mercado, dos millones: más de 26 millones de ciudadanos votaron efectivamente contra él. Sin embargo, desde que inventó el mito del fraude, el falso izquierdista –y su primer círculo compuesto de priistas de corrupto historial– afirmó que tenía al “pueblo bueno” de su lado. Incapaz de aceptar las reglas de la democracia –endeble y defectuosa– se proclamó “presidente legítimo” de México ante un Zócalo atestado de fieles en una farsa apoteósica.
Al lado de los 30 millones votaron por López Obrador intelectuales “de izquierda” precisamente por eso: por considerarlo de izquierda –tan solo porque él así se decía– y porque mil veces prometió acabar con la corrupción. La situación al final del sexenio de Peña Nieto era insostenible, ni quien lo niegue, pero había suficientes indicios de que López Obrador sería incapaz de cumplir sus promesas, mucho menos en compañía de priistas corruptos como Manuel Bartlett y tantos más que se embarcaron en la 4T. No creo que Meade o Anaya hubieran emprendido el desconcertante proceso de desmantelamiento de instituciones autónomas y de programas sociales, ni habrían ahuyentado la inversión nacional y extranjera; además, hay una sociedad cada vez más organizada y combativa que, como lo ha hecho desde hace años, seguiría denunciando la imparable corrupción, la impunidad y la inseguridad que aún hoy persisten con más insistencia.
¿Es de veras éste el gobierno que querían? Muchos ya se dieron cuenta y el número de desencantados aumenta cada día. Escribe la académica tapatía Renée de la Torre que “Si bien sería apresurado e irresponsable decir que el gobierno de Andrés Manuel López Obrador apunta a un modelo de dictadura fascista, sí podemos detectar varios de los rasgos destacados por Norberto Bobbio como complementarios al neofascismo, como la articulación líder–partido–Estado, el sentido de salvador del pueblo mexicano, la división entre fifís y chairos, pero sobre todo la política de proteccionismo y clientelismo corporativo donde la derecha cristiana aparece como un intermediario” (“Fascismo y religión en América Latina”, Revista de la Universidad de México, marzo de 2020).
Tenemos, pues, una excrecencia priista de regreso con un gabinete incompetente, una economía en picada, un sistema de salud descoyuntado, el narco feliz en control de más territorio y un presidente ignorante e insensible que no se cansa de mentir y soslayar una realidad que le estallará en los ojos. Su falta de empatía con el poderoso movimiento de las mujeres es un preludio de su acelerada derrota moral.