El 19 de octubre es el Día Mundial Contra el Cáncer de Mama. Mi madre murió de cáncer de mama, que rápidamente invadió todo su cuerpo, el 23 de octubre de 2010, después de una larga y penosa agonía. Mi padre murió ocho años antes, de un infarto al corazón. Cuando los padres mueren ya no hay nadie entre la muerte y uno, me dijo un amigo.
Mi madre leía las noticias y por las noches le gustaba ver los noticiarios antes de ver qué película pasarían en el canal 11. Recuerdo las horas que pasamos viendo la tele, cuando la visitaba, comentando el vértigo de imágenes que se sucedían en la pantalla. Me pregunto cómo serían las charlas con ella y con la familia si pudiera ver lo que pasa ahora en este país endemoniado.
Pasé varios días en su casa mientras ella perdía el conocimiento con dolorosa y desesperante lentitud. En esos días escribí las líneas que siguen, que se publicaron en la desaparecida revista M Semanal El artículo se llamó como éste: “Algo sobre mi madre”.
A pesar de ser un hecho tan común pareciera que nunca estamos preparados para la muerte, aunque hay distintas maneras de encarar el acto final. Antes de morir mi padre aún se dio tiempo de gastarle una broma a la enfermera: “Escuche, ¿ya oyó?”, le preguntó, “ya me están llamando, 666, es el diablo...”. “Ay, don Rogelio”, protestó la joven asistente, “no diga eso”. Papá sonrió y poco después levantó pesadamente su mano para despedirse, en seguida se desplomó en medio de un crujir de huesos, como si se desintegrara por dentro.
Hace unos días, en un hospital, mi madre, abriendo aún más sus hermosos ojos cafés y viéndome fijamente, me preguntó a bocajarro: “¿Ya me voy a morir?” Su mirada grande y acuosa era una mezcla de azoro y resignación, como si no creyera del todo que su hora se aproximaba. “No, mami, no...”, le respondí abrazándola, besando su frente.
¿Qué otra cosa podía decirle? El cáncer se extendió demasiado y ya es imposible hacer algo por salvarla, me había dicho el médico en el umbral del cuarto. Un cáncer maldito se ensañó con el frágil cuerpo de una mujer buena y amorosa; un mal imbatible que corroyó sus entrañas y le prohibió alcanzar una vejez placentera.
Mamá fue una mujer muy bonita en su juventud. Alguien dijo que se parecía a Elizabeth Taylor. Me enseñó las primeras letras antes de ingresar al kínder y de no haber tenido que lidiar tan arduamente con el infame alcoholismo de mi padre y con la crianza de cinco hijos, quizá habría podido cultivar su talento: poseía una voz educada y dulce con la que entonaba viejos boleros en las veladas familiares. También dibujaba con gracia y soltura. Yo me embelesaba con sus dibujos de bellísimas modelos ataviadas con vestidos y trajes que ella misma diseñaba. Costurera diestra, no pocas veces confeccionó vestidos de princesa para sus nietas y bisnietas.
Le gustaba viajar. Mi hermano Román cumplió su fantasía de conocer París, cuyas calles y jardines mi madre recorrió ávidamente, fascinada por la abrumadora belleza de la ciudad. Mi hermana Gabriela y Steve, su esposo inglés, la llevaron al pueblo donde viven, cerca de Londres, y en un apretado tour conoció en un solo día buena parte de la capital británica. Tíos y sobrinos la invitaban con alguna frecuencia a San Diego, Tijuana, Mexicali y Hermosillo. Nacida en Torreón, mi mamá se resistió a ir a esa ciudad, también la de sus padres, por la ola de violencia que segó la vida de un nieto suyo hace unos meses.
A Guadalajara la invité varias veces. La última vez fue en mayo. En Chapala recorrimos el malecón y nos detuvimos un rato frente a la estatua de Mike Laure. Saboreamos unas deliciosas nieves de garrafa y descansamos mirando el apacible mar del Bajío. Le había prometido que la llevaría de nuevo para comer en el restaurante-bar donde tocaba en sus comienzos el pintoresco autor de “Cero 39” y “La cosecha de mujeres”.
Mi hermano Alberto la ha puesto en el Skype con familiares entrañables arraigados en ciudades lejanas. Se emociona, sonríe, y aún tiene la cortesía de preguntarles sinceramente, la voz casi apagada, si están bien. Mi mamá duerme a ratos. Despierta y nos desconoce momentáneamente. Abre más los ojos, delira. Trata de incorporarse, quiere irse de ahí, pero le faltan fuerzas. Luego vuelve la lucidez y pide un poco de agua, guarda silencio otra vez, su mirada se fija en algún punto remoto de sus pensamientos. En su ojos inmensamente tristes aún habita esa extrañeza, esa pregunta sin respuesta.