Cultura

Adiós a la izquierda

No fui un militante típico del Partido Comunista, al que me afilié a mediados de los años setenta —cuando aún era ilegal— y del que me salí unos años después —aunque seguí cercano al Partido Socialista Unificado de México (PSUM), que se formó con la fusión del PCM y otras organizaciones de izquierda —que en 1988 integrarían con la disidencia priista el flamante y prometedor PRD.

La verdad es que aborrecía esas fiestas donde se cantaba a Pablo y a Silvio con cursi devoción y me parecía insufrible el éxtasis que provocaba la solemne canción que alguien en mala hora le ofrendó a la “querida presencia” del comandante Che Guevara —poco después me enteraría de sus aberrantes crímenes y su odiosa personalidad.

De verdad, nunca disfruté un solo verso de Mario Benedetti, y las versiones musicales de Nacha Guevara y similares me parecían abominables. Me resistía a ir a las puertas de las fábricas a lanzar arengas risibles a los obreros y apenas logré vender unos pocos ejemplares del Oposición —un tabloide semanario en el que publiqué encendidas proclamas sobre el coraje y la disciplina del hombre nuevo. Sin embargo, en 1976 recorrí decenas de casillas para observar las elecciones en las que contendió Valentín Campa por un partido sin registro contra José López Portillo. Dos años más tarde, el PC alcanzó la legalidad y en 1982 volví a ser representante en las elecciones en las que participó el comunista sinaloense Arnoldo Martínez Verdugo, quien había sido obrero en su juventud.

Me gustaba, eso sí, ir a los seminarios donde leíamos y discutíamos El capital y otros textos marxistas, y asistir a mesas redondas y conferencias para escuchar a Roger Bartra o a Raúl Trejo Delarbre.

En el PC conocí a gente de ética miserable, pero también a teóricos de afilado pensamiento crítico, a quienes escuchaba e interrogaba cuando mi joven mente detectaba contradicciones inexplicables: ¿Por qué la invasión soviética a Hungría, a Checoslovaquia, a Afganistán? Dos viajes a Cuba, en 1981 y en 1984, empezaron a abrirme los ojos: la isla socialista e igualitaria que presumía la propaganda cubana repartida a ritmo de rumba en los festivales del comunismo mexicano no existía, y en su lugar se agazapaba un siniestro Estado militar y policiaco. Una vez fui testigo de un simulacro de invasión estadunidense, con las histéricas sirenas a todo volumen y los cubanos haciendo como que no las oían. Todos los artistas y escritores cubanos que conocí entonces viven ahora en el exilio.

A la lectura postadolescente de Rius, Harnecker y Galeano siguieron otras de veras inquietantes, como los libros de Arthur Koestler y Guillermo Cabrera Infante, Jorge Semprún, La alternativa, de Rudolph Bahro, y las obras de los disidentes del Este europeo. Revaloré a Solyenitzin —y más tarde a otros grandes disidentes— y releí a Revueltas, y gracias a la revista El Machete, dirigida por Roger Bartra, descubrí a Jorge Semprún y a Fernando Claudín, autor del monumental estudio La crisis del movimiento comunista.

Habrían de transcurrir muchos años más para que llegaran a mi librero autores decisivos como Varlam Shalámov (Los relatos de Kolymá) y Martin Amis (Koba, el temible). Ya no podía concebir que alguien sincero con ideales de izquierda pudiera seguir creyendo en la utopía roja después de leer El libro negro del comunismo: crímenes, terror y represión, imponente obra de un grupo de investigadores franceses coordinados por Stéphane Courtois.

A principios de los ochenta los comunistas mexicanos —retratados acerbamente por Rubén Salazar Mallén en su breve novela Camaradas (1959)— se dividían en dinosaurios y renovadores: los dinos y los renos, les decíamos. A estos últimos pertenecía Roger Bartra, quien con El Machete (1980–1981) logró atraer a una joven izquierda crítica en ciernes harta del autoritarimo y el “centralismo democrático” que regía al PC. El ingeniero Heberto Castillo y otros dinos exigieron la clausura de aquella inusual y lúdica revista.

Recuerdo un reclamo de Arnaldo Córdova en La Jornada del 3 de febrero de 2008: “¿Por qué todo mundo quiere una izquierda perfecta, que sea inteligente, culta, preparada, decente, de buenas maneras, justa, éticamente buena, coherente en sus ideas y sus planteamientos, pacífica, no rijosa, dispuesta a ponerse siempre de acuerdo con sus oponentes y con olor a santidad?” Ya antes Córdova se había referido a esa izquierda aglomerada en el PRD en los siguientes términos: “Es corrupta, traidora, incapaz de llegar a acuerdos, violenta, oportunista, carente de valores éticos y buenas propuestas”, pero, al final, se conformaba: “Nunca será como yo quisiera que fuera; la izquierda es lo que es y punto”, escribió en La Jornada el 26 de agosto de 2007. No poco de todo eso hay en la llamada izquierda morenista que hoy tiene casi todo el poder.

Me parece absurdo que la llamada izquierda mexicana sea encabezada por un caudillo y políticos de indeleble genética priista que escamotean la discusión y las ideas. Éste es el verdadero regreso de los dinosaurios. Hace muchos años que le dije adiós a esa izquierda.


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Rogelio Villarreal
  • Rogelio Villarreal
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