“Ahí surge el movimiento de la cuarta transformación”, dijo Sheinbaum ayer, al conmemorar emotivamente el veinteavo aniversario del intento de desafuero contra Andrés Manuel López Obrador, como si lo del Pípila hubiera sido quítame estas pajas.
Todo comenzó cuando el entonces presidente Vicente Fox acusó a López, en ese tiempo jefe del Gobierno capitalino, de desacatar una orden judicial alrededor de un predio en litigio. No hay duda de que el tabasqueño violó la ley. Tampoco hay duda de que la torpe maniobra tenía como fin descarrilar la candidatura de López a la presidencia, dándole en su lugar unas alas que, si bien no le alcanzaron para ganar sino hasta sexenios después, fertilizaron el mito fundacional del perseguido político sobre el cual éste cimentaría exitosamente su movimiento.
Al poco de asumir un poder que se sintió más como una regencia que una alternancia, Sheinbaum dijo: “Hay quien dice, ‘ay, es que Claudia Sheinbaum no se distancia de López Obrador, no pinta su raya’. Pues si somos del mismo movimiento, si lo que queríamos es que continuara la cuarta transformación”. Lo cierto es que la presidenta con A ha comenzado a dejar ver un par de diferencias no menores, destacando, antes que nada, su estrategia de seguridad. ¿Que si es por la presión de un Trump más agresivo que nunca? Sin duda, pero meses antes del triunfo de la amenaza naranja, con todo y la muina de López, Sheinbaum ya había amarrado el nombramiento de García Harfuch, augurando claramente el fin de los abrazos.
Nada que no hubiéramos visto antes: en el viejo PRI, de donde desciende directamente Morena, los sucesores se deshacían en halagos para sus antecesores mientras los enviaban a cómodas pero remotas embajadas. Sheinbaum ganó el juego del dedazo con una sumisión a prueba de indignidades, y le rinde tributo a su mentor una y otra vez, pero también fustiga abiertamente al huachicol, ese que el Peje juraba que había terminado para siempre, reventándole incluso un predio con siete millones de litros sucios a Gerardo Novelo Osuna, ex senador de Morena y muy cercano ex operador de López. Lo mismo con el fentanilo, ese que el tabasqueño aseguraba que no existía en México, cuando hoy vemos una y otra vez decomisos mayores y el desmantelamiento de laboratorios tamaño planta industrial.
El último polvo pica pica en la guayabera es el reconocimiento público de los daños causados por la construcción del Tren Maya, y el anuncio de un plan comprensivo de restauración. No poca cosa después de un sexenio entero con López Obrador jurando y perjurando que allí no se había cortado ni un árbol, y atacando con sorna a quienes denunciaban la destrucción de su obra insignia.
Pero que nadie se llame a engaño: con todo y el despunte de algunas distancias, mayores y no, el proyecto autoritario y corrupto de López Obrador está vivo y coleando bajo el puño de la científica. Porque una cosa, por noble que sea, es sanear la selva maya, y otra muy diferente es restablecer los igualmente arrasados contrapesos democráticos: este segundo piso, que no les quede duda, primero resucita al AICM que a la autonomía del INE.