Desde hace varias décadas los gobiernos en turno han cambiado sustancial y sucesivamente el sistema de educación.
Ahora, tenemos La Nueva Escuela Mexicana que, como antes, para romper con los paradigmas establecidos, subordina la educación a la ideología y la política.
Los cambios radicales y continuos han impedido que cada nuevo programa madure y sea cabalmente comprendido y asimilado por los maestros y alumnos.
En las políticas de educación se debería considerar que todo sistema es un conjunto de cosas o normas que subordinados a una idea u objeto central se ordenan jerárquicamente. Y que requiere de tiempo para ajustarse y funcionar adecuadamente.
Un programa integral debe contemplar todos los grados de la educación, subordinados a la idea central de que la preparación académica, intelectual y emocional es necesaria para interactuar satisfactoriamente en la compleja red de relaciones sociales.
La jerarquía entre los diferentes niveles de la educación es una necesidad evidente: no se puede acceder con éxito al nivel superior sino se han adquirido los conocimientos del nivel inferior.
Los frutos de un sistema exitoso reportan beneficios individuales y sociales.
A las personas les da la posibilidad real de superarse; al país el acceso al desarrollo científico, tecnológico y socioeconómico.
Por el contrario, un sistema defectuoso ahonda la pobreza y la desigualdad, paraliza la movilidad social; y condena a las naciones al subdesarrollo.
Además del daño evidente que provocan los cambios continuos, La Nueva Escuela tiene dos ejes perniciosos:
Que no haya evaluaciones para el asenso de los maestros ni alumnos de primaria reprobados.
Bastan con eso para anticipar la ruina de la educación pública y privada; y el aciago futuro de los niños y jóvenes que deficientemente preparados enfrentarán un mundo que cada día exige mayores niveles de capacidad y competitividad.