El neoliberalismo y las empresas globales concentraron el capital en pocas manos y agudizaron la pobreza y la desigualdad.
Eso ha provocado que en varios países con regímenes constitucionales se hayan desilusionado de la democracia por la injusta distribución de los bienes.
Cuando se deja de creer que la democracia equilibra la autoridad y las libertades y hace posible el bienestar general, se abren las puertas a los populismos de derecha o izquierda que prometen transformarlo todo en beneficio de los pobres.
Pero, históricamente, el populismo ha sido incapaz de hacer cambios exitosos; al contrario, por su vocación autoritaria desprecia el orden constitucional y anula las instituciones que obstaculicen el ejercicio arbitrario del poder, provocando, así, una crisis política, social y económica.
Es patente que en México vivimos una crisis de esa naturaleza; agudizada, además, por la criminalidad, la quiebra de los sistemas de salud y educación, el agotamiento de la hacienda pública y la polarización ciudadana.
Sin embargo, una gran parte de la población la ignora y el oficialismo la niega, por lo que es inaplazable encararla sin ambages para evitar que se torne incontrolable.
Encararla sin atavismos ideológicos antagónicos: porque sólo reconociéndola se podrán evitar sus predeciblemente graves consecuencias.
Por eso es deseable que las alianzas partidistas, con altitud de miras y sin renunciar a su lucha por la victoria electoral, se comprometieran a preservar nuestro orden constitucional y partiendo de esa base común plantearan como remediar los grandes males.
Y que eso culmine con un pacto entre los líderes políticos, empresariales y de las organizaciones civiles, comprometiéndose a trabajar unidos con quien triunfe en la campaña presidencial por el restablecimiento de la paz pública, la concordia ciudadana y una economía socialmente equitativa.
Algo similar al Acuerdo de la Moncloa.