
La verdadera batalla para el proyecto de fondo de la Cuarta Transformación ha pasado del terreno político al económico. En ese sentido, hay un cambio significativo entre el primer piso de la 4T y el segundo, entre el país que recibió Andrés Manuel López Obrador en 2018 y el que toma Claudia Sheinbaum en 2024.
El desafío para el tabasqueño era esencialmente político. Primero porque tenía que encontrar la manera de impulsar un cambio de rumbo pese a las naturales inercias y resistencias de un sistema que claramente favorecía a los sectores prósperos en detrimento de las mayorías. Y debía hacerlo sin desestabilizar al país y asegurando el apoyo de los votantes para dar a su movimiento la posibilidad de consolidarse en un segundo sexenio. Consiguió ambos objetivos. Ahora hay otros.
Se dice que la 4T separó al poder político del económico. Una frase atractiva, pero entraña implicaciones profundas, para bien y para mal. La separación era necesaria, porque el poder económico había terminado por condicionar a la clase política para favorecer primordialmente a sus intereses. Pero la separación es una cosa, el riesgo de un distanciamiento es otra. Y esto no es ideológico, es un tema aritmético.
Los empresarios están invirtiendo menos con los gobiernos de la 4T. Si esto no se resuelve no hay posibilidad de sacar de la pobreza a la mayor parte de los mexicanos que la padecen. Hasta ahora el gobierno ha hecho una hazaña, por así decirlo. A pesar de que en el sexenio anterior se arañó un crecimiento anual del PIB de apenas 1% (menos que el incremento demográfico), se las arregló para hacer crecer sustancialmente el ingreso popular y rescató de la pobreza a 9.5 millones de personas. Pero las condiciones de esta “hazaña”, son irrepetibles. Se consiguió gracias al aumento sustancial en el salario mínimo y otras medidas laborales (fin del outsourcing). López Obrador demostró que era posible incrementarlo sin afectar la planta de empleos ni desatar inflación. Por desgracia esa vía tiene límites; en algún punto los aumentos adicionales afectarán la estructura de costos de las empresas, lo cual impactará en los precios o las utilidades (y por consiguiente en los deseos de llevarse el dinero a otro lado). Que no haya sucedido hasta ahora revela la enorme magnitud de un abuso en contra de los trabajadores que se tradujo en ganancias extraordinarias para el capital.
La otra medida fueron las derramas sociales a través de los programas oficiales. Hoy ascienden a 40 mil millones de dólares anuales. Una cifra que supone la diferencia entre la miseria y la precariedad para muchos mexicanos. Pero no hay manera de hacerla crecer sustancialmente porque se financió en gran medida gracias al adelgazamiento de la administración pública, al aprovechamiento de “guardaditos”, al cobro más eficiente de los impuestos. López Obrador consiguió dar una mayor tajada del pastel a los pobres sin quitarle a los ricos, pero sí al propio gobierno. Una fórmula de una sola vez. Con un gobierno mejor administrado y modernizado y un fisco más eficiente, Claudia Sheinbaum podrá rascar algunos recursos adicionales, pero mucho de ello estará destinado simplemente a cubrir los compromisos ya adquiridos. Imposible dar un salto cualitativo como el que pudo hacer López Obrador.
Lo cual nos lleva de regreso a los empresarios. La única manera sostenida de sacar a la gente de la pobreza es mediante la creación de empleos formales, pero apenas el 45% de la población trabajadora los tiene. La mayoría opera en la informalidad, entre la precariedad y los ingresos accidentados.
El poder político se ha separado del poder económico, en efecto. No solo eso, está concentrado en las manos de Palacio Nacional como no lo hacía desde hace 40 años. Es muy poderoso el tablero de mando que hoy tiene a su disposición la presidenta. Pero en materia económica las proporciones están invertidas. La llamada iniciativa privada genera 75% del PIB anual y el 85% de los empleos.
En otras palabras, salir de la pobreza, más allá de las primeras medidas de apoyo y de rectificación que se hicieron en el sexenio anterior, entraña una relación adecuada entre la economía real y el poder político. Es la naturaleza de la sociedad de economía mixta en la que vivimos, nos guste o no.
Claudia Sheinbaum ha disminuido la polarización y se ha acercado a los empresarios con la clara intención de generar estas condiciones. La propuesta “primeros los pobres por el bien de todos” quiere aterrizarlo en políticas públicas a través de su Plan México: poder adquisitivo de los sectores populares para crear el mercado interno que necesitan los empresarios para invertir. Cerrar importaciones para algunos productos que las fábricas mexicanas puedan volver a producir. Pero aún no está sucediendo. ¿Por qué?
Varios factores, algunos de los cuales escapan al control del gobierno. El nuevo (des) orden mundial generado por Trump provoca incertidumbres paralizantes entre inversionistas en todos lados. Pero comparativamente el fenómeno es aún mayor entre los empresarios mexicanos. La inversión extranjera crece más que la nacional, pero por desgracia representa apenas la séptima parte de la inversión privada del país.
La única manera de salir del entuerto es encontrarse en algún punto a medio camino que represente una economía mixta equilibrada. Será el verdadero desafío para Sheinbaum. La diferencia entre hacer un papel simplemente digno (porque lo hará) o convertirse en figura de Estado concretando en verdad una cuarta transformación.
A su favor tiene el enorme capital del apoyo popular y el dominio absoluto del aparato político. En este punto no necesita más medidas de control ni de retórica radical, eso inhibe la inversión. La manera en que se está sacando adelante la reforma judicial, los cambios en el amparo o el combate a la corrupción pueden tener una lógica política para el gobierno pero, sea de percepción o de fondo, no están ayudando para resolver este distanciamiento. No se trata de renunciar a las banderas e ideales, más bien asegurar condiciones para caminar en esa dirección.
Morena tiene asegurada la presidencia para un buen rato, el riesgo es que se haga anodino y solo les alcance para mantenerse allí. La derrama a los pobres ya está inscrita en la Constitución, si la 4T no es capaz de ampliar el pastel de la producción, a la larga tendrá que financiar esa derrama con deuda o con impuestos. Y nada de eso genera condiciones de inversión, más bien lo contrario. En tal caso mantendrá el poder, pero sin transformación real.
Por su parte, los empresarios tendrían que entender que el país ya cambió. Morena gobierna porque hay un agravio y un encono en los sectores populares que tampoco habrá de irse. La disposición de la presidenta ofrece una oportunidad única de encontrar una nueva relación entre poder político y económico. Una que responda al reclamo de una sociedad más equilibrada y la construcción de condiciones para que multitud de empresarios estén dispuestos a arriesgar patrimonio y esfuerzos sin sentirse rehenes de funcionarios y políticos. El desafío es político, sí, pero de cara a la economía.