El primer amor en la vida de una mujer, es su padre.
Denys Arcand, Las invasiones bárbaras, 2003
El pequeño pueblo se prepara para celebrar el festejo en honor a la vida de una mujer que recién ha muerto. Tejen sombreros de paja para usarlos en la procesión que deambula cantando y danzando para dar gracias a la vida, por su vida. Es un hombre ya viejo el que explica, al sorprendido visitante, la alegría que conlleva esa vida que ha acabado: fue una buena vida y una buena muerte… Ese era el sueño de la muerte del cineasta Akira Kurosawa.
Como los creyentes de Mitra adoraban al Sol, yo amé a mi padre, quien el pasado lunes murió en mis brazos. Permanecí a su lado antes y después de su muerte; le dije todo lo que yo quisiera escuchar al morir. Él, como la mujer del sueño de Kurosawa, tuvo una buena vida y una buena muerte. Pero la idea de festejar danzando y cantando me resulta lejana. De día mi cuerpo está agotado; a ratos llora, luego se recompone, pero cualquier movimiento le cuesta un enorme esfuerzo. De noche, me sueño habitada por puertas que, una tras otra, abro para encontrar nada: me he estrellado contra un muro ciego que me dejó fuera de mi habitual quicio, para colocarme frente a la nada.
Decía Schopenhauer que al llorar la muerte de otro, siempre lloramos la propia muerte. Pero para mí, lo que nos abre de tajo es no poder volver a estar con quien ya se fue; no poder tomar sus manos, no poder abrazarlo. Podría danzar si mi amor por él fuera ligero, pero entre mi padre y yo existió un lazo muy fuerte que la muerte no destruye y de ahí proviene el inmenso dolor.
Para quienes la muerte nos ha golpeado con tal fuerza, solo queda re-crear de una manera diferente ese lazo que nos une al que se fue. Que a los 93 años muera un hombre admirado y amado por tantos, un hombre que logró todo cuanto quiso y que fue feliz, no es una tragedia: es parte de la vida. A quienes quedamos derribados por el golpe, no nos queda más que levantarnos poco a poco para entregarnos a la marejada del duelo con todas sus oleadas de abatimiento, enojo, distracciones y demás. Y de noche, a abrir puertas para enfrentar la nada.
Pero sé que algún día volveré a escuchar su voz en mí: entonces podré danzar y dar gracias por su maravillosa vida y, sobre todo, por haber tenido la fortuna de nacer su hija.
Paulina Rivero Weber