Ahora que todos los hombres ilustrados son progres, que nadie quiere ser tachado de ser un macho retrógrado, solo los más viejitos no entienden de qué se trata; pero los no tan viejitos lo entienden requete bien, solo que a algunos nomás no les sale el numerito.
No quieren ser machos, pero cuando una mujer toma las riendas y resuelve problemas, algo rechina en sus entrañas, algo se frunce, se tuerce y retuerce y dice… bueno: ¡no sé diga! Pero sé que hace: frena la iniciativa femenina y propone otra iniciativa diferente, aunque le dé al traste a todo el trabajo.
¿Qué dirán las entrañas del macho simulado, del macho de clóset? ¿Dirán algo para justificarse; se darán cuenta siquiera de lo que hacen o simplemente actuarán en automático? ¿Qué sucederá en la mente de un machito cuando una mujer dice “a ver, ya arreglé el problema, solo deben hacer esto, aquello y todo queda listo”? Me pregunto si escucharán algo o si simplemente se negarán a aceptar la superioridad encarnada en una mujer. Virginia Woolf diría: tienen miedo.
Pero quizá sientan lo mismo que yo sentía cuando era púber y mi madre me llevaba con un ginecólogo. Había mujeres ginecólogas, pero ella me llevaba a arreglar problemas comunes de mi cuerpo de mujer, con un individuo que no sabía lo que era ser mujer porque tenía cuerpo de hombre. Luego yo hice lo mismo con mi hija, hasta que me paró en seco: ¿cómo puedes creer que sepan de qué les estás hablando si no saben lo que siente el cuerpo de una mujer?
Esa pregunta fue un parteaguas en mi vida. Así es mi hija; va partiendo las aguas, a veces con sus preguntas, a veces con sus respuestas. Con esa pregunta de golpe se manifestó ante mí la involuntaria incomprensión del ginecólogo que me ayudó a parir; su incapacidad de responder mis dudas sobre mi cuerpo, a pesar de ser un excelente médico; su ineptitud para comprender los sentimientos que me acosaban por la bajada de la leche o la reanudación de mi vida sexual. ¿Cómo iba a comprender lo que sucede en el cuerpo de una mujer, teniendo cuerpo de hombre?
No quiero decir que los hombres no deban ser ginecólogos: los hay y muy buenos. Solo quiero referirme a mi propio sentimiento, heredado de mi madre, de desconfianza absoluta ante la capacidad de la mujer profesionista. Porque insisto: había ya mujeres ginecólogas de primer rango, pero continué con un ginecólogo de cabecera.
De modo que quizá lo que actúan estos machos que se quieren sentir feministas, se deba a esa desconfianza ancestral, que como un démon maldito les habla sin palabras y les hace pensar que, en el ámbito profesional, entre un hombre y una mujer siempre será mejor el hombre. Eso explicaría por qué se niegan a ser liderados por una mujer: una desconfianza que ni ellos mismos pueden, conscientemente, notar. Como si todo lo vieran a través de la espesa neblina que antaño hizo noches los días de la londinense capital en la Revolución Industrial… ¡Ja! No es que sean machitos cabrones; son machitos al carbón. O quizá sean ambas cosas… ¡vaya usted a saber!
Pero démosle voz a una poeta que lo dijo mejor que yo: Adela Zamudio, de quien cito dos estrofas de su poema Nacer hombre:
Una mujer superior
en elecciones no vota,
y vota el pillo peor;
(permitidme que me asombre)
con sólo saber firmar
puede votar un idiota,
porque es hombre.
¡Oh mortal privilegiado,
que de perfecto y cabal
gozas seguro renombre!
Para ello ¿qué te ha bastado?
Nacer hombre.
Ese poema fue escrito cuando la mujer no votaba, y así era, compañeras. Así era… y malgrétout, así es todavía… Todavía…
Paulina Rivero Weber
