Nuestra existencia ética depende de los medios que elegimos para lograr lo que deseamos. Todo suele ser un medio para lograr la propia felicidad, decía Aristóteles. Cada cosa que hacemos tiene una finalidad que solo podemos comprender cuando nos preguntamos para qué la hacemos. Si a cada respuesta dada volvemos a interrogarla con un “¿para qué?” llegará el momento en que respondamos: para ser feliz. Ahí no cabe preguntar “¿para qué?”, no tiene sentido preguntar para qué se quiere ser feliz porque ese es el fin último de todo cuanto hacemos.
Lo anterior implica que la ética se juega en los medios o, en otras palabras, el fin no justifica los medios. Toda la humanidad perseguiría el mismo fin: su felicidad, pero en cómo lo logra es en donde se puede hablar de un medio éticamente válido o lo contrario. Habría una “regla de oro” que Kant dejó formulada más o menos de esta manera: “Nunca tomes a un ser racional únicamente como un medio, pues es un fin en sí mismo”. El problema está en lo que Kant entendía como un “ser racional”, no incluía, por ejemplo, a la raza negra, por increíble y absurdo que pueda sonar. Y no estoy segura de que incluyera a las mujeres.
La ética se ha dedicado desde entonces a ampliar ese círculo al cual se le debe aplicar la regla de oro. Debe incluirse a todo ser racional independientemente del color de su piel, por supuesto. Debe incluirse a todo ser racional independientemente de su sexo y de su género, por supuesto. Y para ampliar más este círculo se han hecho estudios en cientos de animales que han mostrado una racionalidad estructuralmente diferente a la humana, como si a mayor racionalidad, mayor valor.
Esto me parece una necedad porque la vida no puede ser valorada por ser o no ser racional en el sentido humano. Existe, decía Heráclito, una racionalidad universal a la que deberíamos apegarnos. Esa razón universal no es otra que la que hace que la savia que corre por las venas de una hoja no lo haga de manera diferente cada día, hay un orden en la vida que deberíamos respetar.
Esto que la filosofía balbucea, lo dijo Nerval mejor que nadie en sus Versos dorados, donde se dirige al libre pensador que se asume como el único ser pensante “en un mundo donde la vida estalla en cada cosa”. Dice Nerval: “Respeta en la bestia un espíritu activo… cada flor es un alma de la naturaleza creciente; un misterio de amor en el metal reposa: todo es sensible y todo tiene influjo en tu ser”. A diferencia de Kant, Nerval no pide respeto al ser humano sino a todo cuanto existe.
Otro mundo tendríamos si escucháramos a los poetas.