Lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Detuvimos la reunión cuando sonó la alarma que anunciaba el inicio del simulacro. Extendimos la conversación hasta llegar a una enorme explanada. Después de algunas instrucciones agradecieron nuestra disposición e invitaron a continuar la jornada de trabajo.
De nuevo en la sala de juntas, a dos minutos de cerrar esa parte de la sesión, me levanté a estirar las piernas. En cuanto me ubiqué en el marco de la puerta sentí la primera sacudida, misma que atribuí al hambre o al exceso de café. La segunda me hizo trastabillar. La respuesta a mi pregunta de si aquel zarandeo era un sismo o me estaban traicionando los nervios vino de un enorme crujido que estremeció por completo el edificio. Lo que vi a partir de ese momento era imposible de creer. El piso de mármol comenzó a moverse como las olas de un lago, impidiéndonos dar paso sin trastabillar. No supe cómo corrí hasta la salida sin caerme, ni cómo esquivé la lluvia de vidrios, plafones y lámparas que se desprendían del techo con fiereza.
Afuera del recinto, aferrado a un farol, durante más de 20 segundos vi cómo el adoquín seguía el mismo movimiento del mármol y el edificio entero se bamboleaba de un lado a otro, quejándose con crujidos que competían en decibeles con la alarma sísmica. Conté a quienes estaban a mi alrededor y caí en cuenta que, de los 12, solo cinco o seis habíamos salido. Trompicándome busqué regresar a la sala, pero a dos metros de alcanzar la puerta de acceso, un instinto que había permanecido dormido en mí me hizo frenar en seco. Volteé hacia arriba y, para mi sorpresa, vi claramente cómo, en cámara lenta, se desprendía la moldura de cantera que adornaba la parte superior del edificio. De no haberme frenado, seguramente no estaría escribiendo estas líneas.
Tras la confusión del capricho telúrico vino una tensa calma. Nos concentramos en la explanada y en ese instante comenzó la magia de la solidaridad. Docentes, estudiantes, colaboradores y visitantes, tal como si nos hubiéramos programado para ello, nos resguardamos, atendimos a quien lo necesitaba, removimos escombros, nos cuidamos.
Sí, aquel 19 de septiembre de 2017 hubo muertos y heridos, en campus y ciudad, pero también fueron incontables las acciones compasivas y los gestos de humanidad que de aquel fatídico día jamás debemos olvidar.