Siempre que entro al hospital por la puerta de Urgencias, se me atraviesa un cubículo con el letrero de Shock-Trauma; es un cuartito de 5 metros cuadrados aproximadamente, área suficiente para un encuentro cara a cara con la muerte; un encerrón que puede durar unos minutos, quizás no más de una hora; es un duelo de frente, del médico contra la muerte; alguien tiene que perder.
Por lo general, la entrada del enfermo a ese cubículo viene antecedido de la sirena de una ambulancia a toda velocidad; después de burlar cientos de obstáculos, por fin se estacionan a la puerta de urgencias; de ahí inmediatamente, los paramédicos, una cara más que pálida, transparente, transportan en camilla al paciente hacia el cuarto de choque-trauma; es ahí donde, muchas veces sin previo aviso, se desarrolla el encuentro.
Rápido se encienden las luces del escenario; no hay primera ni segunda llamada, directo, las alarmas de los monitores suben el telón; sus sonidos chillantes y luces brillantes presentan a los protagonistas: en primer lugar, al paciente, que es colocado sobre la cama; lo acompaña un camillero que nervioso quiere huir del escenario; también están ahí dos o tres enfermeras más que puestas para entrar en acción; rápidamente toman los signos vitales del caído en desgracia; el paciente sólo mira a su alrededor con una cara de terror; sabe y presiente que puede morir en ese instante.
De repente, el guion se altera: los latidos del corazón se tornan débiles, y el trazo en el monitor se aplana; un zumbido plano y fuerte confirma la ausencia de latidos cardiacos del paciente.
Aparece de la nada un carro, pero no cualquier carro común y corriente del tránsito citadino; éste es un carro rojo, mucho más útil y equipado que cualquier fórmula 1.
Éste carro salva vidas, está armado con unos misiles farmacéuticos que pueden echar a andar al corazón en segundos; también cuenta con un sistema muy preciso de descargas eléctricas que, literalmente, puede lograr “volver a la vida” a un enfermo con paro cardiaco.
El conductor de ese vehículo tiene que actuar y pensar a gran velocidad, con precisión.
El mínimo error lo hará estrellarse de frente con la muerte; las manos del conductor uniformado de blanco se colocan en el pecho del paciente para comenzar una danza rítmica entre compresión y respiración; el copiloto se encarga de la respiración, un valioso combustible, el oxígeno, tiene que llegar a todo el cuerpo.
El equipo debe funcionar muy bien, los diálogos de órdenes y respuestas deben ser expeditas.
Poco a poco, el enfermo va retomando su color, los latidos se sienten en los dedos del conductor, y aparece en pantalla un nuevo ritmo cardiaco vital.
Ya reanimado el enfermo abandona la habitación, dejando a los actores agotados y sudorosos; queda un perfume que impregna toda el área; sus ingredientes son: sangre, drogas, oxígeno y sudor, pero, sobre todo, adrenalina.