Un camillero empuja con fuerza las puertas de la entrada a Terapia Intensiva; el ruido es aparatoso, sorprende a las enfermeras en turno; rápidamente surge la discusión; mientras tanto una camilla se encuentra ocupada por un paciente envuelto en unas sábanas sucias, manchadas de sangre; la camilla se encuentra en un limbo terapéutico, no pertenece a ningún sitio ni hospital o departamento, está, literalmente, en el pasillo de la Terapia Intensiva.
Las enfermeras preguntan con enojo ¿De dónde proviene el enfermo? ¿Quién autorizó su ingreso?
¿Por qué no avisaron? Simultáneamente, los médicos que acompañan al paciente dicen no saber nada, y que les dijeron que el paciente ya estaba aceptado; la Terapia impone, están angustiados.
La jefa de enfermeras, furiosa, llama al médico responsable de terapia intensiva para externar su amargura; y es que los médicos de la terapia intensiva aborrecen este tipo de sorpresas; no les gusta que les impongan los pacientes a tratar y mucho menos pacientes que no valoran o conocen previamente.
El hecho es que los enfermos todos, deben de ser evaluados previamente por el médico de terapia intensiva, para entrar a este departamento; técnicamente tiene sus beneficios esta valoración, de los cuales no es la intención hablar ahorita.
Lo destacable ahora es la situación del enfermo en cuestión; una persona que se encuentra acostada en una camilla de 2mts de largo por 40cm de ancho, metálica, con barandales que impiden su caída; está arropado por una bata hilachenta y decolorada; sus manos están penetradas por soluciones y sueros que lo escoltan desde la entrada; todo el personal discute sobre su abrupta y no autorizada llegada a la terapia intensiva; mientras tanto, se puede ver en su rostro una combinación muy rara de sentimientos:
El miedo y agotamiento extremo; una cara así, difícilmente se puede ver fuera de Terapia Intensiva.
En esta caótica situación, el paciente lo único que se pregunta a sí mismo es ¿viviré?