La más pobre de las primas dentro de la familia católica panista.
La más prieta y colocha entre pura morrita de ojo verde/azul con fotos de su viaje a Disneylandia cada año, pura chavita que no sentía la necesidad de ser la mejor en nada para ganarse el amor de nadie.
La hija de un revolucionario socialista, escritor y poco interesado por el bienestar de su familia y, sin embargo, capaz de educar con una especie de consciencia social:
“la gente rica es gente mala, hija”, me dijo una vez, y yo me confundí porque mis tíos diputados y senadores siempre me ofrecían el billete de cien y a veces de doscientos de domingo, y, ¿Cómo podían ellos ser malos si gracias a ellos conocí el mar o me podía comprar una blusita nueva?
Mi madre, la ojiverde bonita que sin embargo siempre fue demasiado rebelde para encajar y que terminó casándose con ese guerrillero de las palabras (para colmo), era como la oveja negra de la familia.
La niña brillante que se pudo bien casar y bien vivir y sin embargo eligió malvivir con un escritor que acumulaba periódicos amarillentos en cajas de fruta en vez de trabajos bien pagados, recomendaciones y estrategias para el crecimiento y el status de la familia.
Estaba atrapada entre tres mundos: en mi casa, con la comida medida, los portazos, el llanto angustioso de mi madre y su estrategia de venderle empanadas a mi familia rica para sostenernos hasta fin de mes; la casa de mi familia extensa siempre limpia, cálida y hospitalaria, con el refri a rebosar de dulces y postres para las visitas… y yo misma, que creía que si coleccionaba logros académicos y libros leídos podría acceder al mundo que tenía tan cerca de mi propia puerta, pero no era para mí.
Mi papá no solo me dijo que los ricos eran malos. También me dijo que el reggaetón era para idiotas y las novelas televisivas para personas sin criterio.
Me alejaron de la cultura general y me sumergieron en una falsa sensación de superioridad por leer libros, tener una retorcida e incipiente “consciencia social” y tener excelentes calificaciones.
Eso casi consigue que yo no accediera a la diversión y el goce que todo adolescente merece, por eso, desde los catorce años me corté el pelo larguísimo que a mi papá tanto le gustaba por distinto, me lo planché y opté por mimetizarme entre las demás morritas.
Aprendí lo que debería de gustarme bailar, leer y ver.
Aprendí a encajar.
Y de ese período me quedó la enorme capacidad de disfrazarme y adaptarme, pero también el pensamiento crítico que me termino por enseñar que ni el reguetón es de idiotas ni los ricos son malos.
Que hay que encontrar un equilibro de bienestar económico, abrazar nuestros variados gustos y respetar el montón de identidades.
Yo llevo el barrio dentro porque, aunque me alejaron de crecer inmersa en él, sí me tocó su precarización y lo asimilé como una parte de lo que me robaron.
A mí, la mujer que lee diez libros al mes, la escritora, la capacitadora también me van a ver buchoneando y dándole like a Yeri Mua, alegrándome de que Kenia Os se libró del chango ése y contándote el chisme del momento.
Aprendí a ser auténtica y a construir mi personalidad en base a la honestidad con la que abordo mis preferencias.
Aprendí que vivir atrapada entre tres mundos me dejó poco espacio para respirar y la libertad me sabría mal si siguiera viviéndola como una jaula de lo que se supone que debo ser.
A mí me van a ver pisteando caguamas, sin brassier por la calle y cantando a Duelo y Jenny Rivera.
Luchando contra la precarización y abrazando a mi familia millonaria mientras asalto su refri de paletas de hielo.
Me van a ver amando harto cada uno de los componentes de mi personalidad que construyen quien soy ahora después de haber recibido una extraña educación elitista en medio de la pobreza más angustiosa del mundo.