¿Se puede ser víctima de sí mismo? ¿Se pueden padecer la belleza, el talento, la inteligencia, la tenacidad como si, en lugar de virtudes, fueran los tres con los que haya que cargar o frentes abiertos que nos hagan vulnerables?
Paula Petersen es muy bonita, siempre con el cabello alborotado, la carita nada más lavada y una energía que solo se aplaca cuando se pone a leer. Porque es una lectora voraz y se toma muy en serio cada texto que aborda. La vi escribiendo notas de Cien años de soledad para no confundir a ninguno de los Arcadios. También le gusta la música y a la hora de elegir un instrumento otra vez no fue una niña como las otras. Escogió el arpa. No se trató de un capricho fugaz. Se las arregló con el enorme instrumento y mientras lo toca despliega una concentración que hace posible que sus manos se deslicen con gran precisión entre el sinfín de cuerdas. Por si esto no bastara, o tampoco fuera suficiente hacer la escuela en francés, de pronto decidió que el ajedrez la apasionaba. Y lo abrazó igual que envolvía el arpa. Se fogueó y perdió montones de veces. De donde la mayoría habríamos sacado los ánimos de abandonar, Paula solo tomó las ganas de ir más allá, de ponerse metas ambiciosas y de querer ser campeona.
Averiguó lo que tenía que hacer, tomó los cursos que pudo, memorizó, hacia adelante y hacia atrás, cada jugada posible. Y ubicó un entrenador de alto rendimiento y trabajó con él de la manera en la que se hacen esas cosas: por horas y horas, atendiendo a todos sus requerimientos.
Pero de pronto todo dio un vuelco. Quien tenía el compromiso de impulsarla en el deporte traicionó su confianza, y se sirvió de la cercanía obligada por su relación, para convertirla en una estrategia de dominación. Paula, tan bonita, tan leída, tan luchona, tan apasionada, tan inteligente, no volvió a su casa. Cuando yo era niña, nos asustaban y nos decían que si nos portábamos mal nos llevaría el viejo del costal. Paula se portó bien, pero igual se la llevaron en un costal de mentiras y argucias. No somos víctimas de nuestras virtudes; los victimarios tienen nombre y apellido, y la sociedad es cómplice cuando normaliza lo impensable. Ayudemos a que Paula vuelva a casa.
Miriam Hinojosa Dieck
Politóloga* [email protected]