
El siglo XX liquidó una forma de vida y de entender los viajes. Las últimas gestas de los descubridores terminaron con la conquista del Polo Sur, encabezada por Amundsen en 1923, y sólo quedaron algunas aventuras estremecedoras como las de Shackelton en su intento por cruzar el continente Antártico, y Mallory en su lucha contra el Everest. Paul Theroux reconoce que “ningún astronauta ha demostrado capacidad alguna para transmitir su experiencia mediante la escritura”. En cambio, creció la admiración por lo que lograron los pioneros como Scott, Shackelton o Mallory, con sus rudimentarios equipos. Continuaron las secuelas de las brechas abiertas por antropólogos que viajaron para ampliar conocimientos, como Sir Richard F. Burton en su Viaje a la Meca; o John Wesley Powell en La exploración del Cañón del Colorado. Alexandra David-Neel viajó al Tibet y a China, como Thor Heyerdahl intentó ser Adán en las islas Marquesas, o Jane Goodall vivió entre los chimpancés de Gombe, con intereses científicos, cuando demostró que los primates tienen sentimientos y sensaciones.
De la imposibilidad de narrar nuevos viajes, acaso surge un nuevo tipo de personas afanosas por embriagarse de la misma adrenalina que se experimentaba al llegar a sitios ignotos que al hallar inéditos de determinados autores. ¿Cómo llamar a quiénes, sin rumbo fijo, sin experiencia y con una necesidad de demostrar una “hazaña” a como dé lugar, hurgan en los acervos personales, en las bibliotecas de los autores que muchas veces ya se hallan en los Estados Unidos, en los fondos reservados de tal o cual institución? Cazadores de escritores quienes, sin un conocimiento previo de la obra, encuentran un inédito y no saben cómo abordarlo. Sin un contexto previo lo dan a conocer como si hubieran anclado en nuevo continente o, peor aún, como si ese escrito les perteneciera a ellos. Y, encumbrados en la apariencia, desde la cima de una montaña que creen haber vislumbrado primero que nadie, se disfrazan de eruditos. Quizá engañen a sus editores, pero a los lectores no.
Nosotros sabemos distinguir entre quienes los motiva esa pretensión de ser expedicionistas en el Territorio Elena Garro por primera vez, y entre los que, como Patricia Rosas Lopátegui, llevan años entregados al estudio y recopilación de materiales, datos, cartas, diarios, anecdotarios, fechas. Rosas Lopátegui durante más de tres décadas se ha enfocado en la obra garreana. Es probable que su trabajo disguste cuando, en un tono crítico, habla de Octavio Paz visto como alguien que más que contribuir al desarrollo de la escritora, es una presencia que la incomoda con actitudes hostiles. Sin embargo, es la única investigadora literaria que ha recopilado —de manera precisa— notas críticas y entrevistas con Elena Garro. Si no fuera por su labor constante desde la Universidad de Albuquerque, Nuevo México, las reflexiones de la escritora se habrían seguido empolvando en los archivos hemerográficos.
Durante algún tiempo la obra de Garro estuvo dispersa, no se le ponía la atención necesaria o interesaba más lo que se decía de su vida privada. El matrimonio con Octavio Paz, la separación, los problemas de su hija y de ella con Paz, la polémica alrededor del movimiento estudiantil del 68, su exilio, su alejamiento del medio cultural, sólo produjeron ruido y más ruido. Su vida retirada en París y su posterior regreso a México para morir en Cuernavaca rodeada por sus catorce gatos, la convirtieron en una efigie atractiva, casi el personaje de una de sus muchas historias.
Parecía que Garro escribía cuando podía, siempre ocupada en otros menesteres y aun así hizo una obra encomiable, sólida e innovadora. Como si la escritora librara una guerra sin cuartel en varios frentes: en su matrimonio, con las injurias y complicaciones en que se vio envuelta durante el 68 con el Estado mexicano, con la falta de ingresos constantes para poder llevar una vida sin sobresaltos, contra los amigos y quedabienes de su ex marido que —desde la trinchera cultural que fuera ya sea un ladrillo, una revista o una editorial— hicieron lo posible para restarle mérito a su obra. Y sobre este último punto, sólo basta ver que hay ciertos editores que cada determinado tiempo se preguntan si reeditan o no Los recuerdos del porvenir.
A esta novela, al margen de su aniversario número 50 o 60, según se trate, los editores deberían ubicarla como a un clásico de las letras mexicanas. Y a los clásicos no se les hace dictamen comercial y tampoco se contempla si es conveniente ponerla a circular con el prólogo de tal o cual firma… eso resulta irrelevante. La novela de Garro está más allá de prejuicios y de pretextos, es una historia que debe estar en las librerías del país al alcance de los nuevos lectores. Porque, como bien decía Emmanuel Carballo: “La literatura era una antes de Elena Garro y otra después”.
En México, a veces demasiado enfrascados en la vida del autor en lugar de su obra, la narrativa de Garro tiende a ser opacada por las polémicas entre aquellos que han investigado su vida hasta el último detalle. Chisme y más paja. Yo siempre me he preguntado: ¿por qué no se lee a Elena Garro como a Juan Rulfo?, ¿por qué cada determinado tiempo se debe insistir en las valiosas aportaciones de su prosa, como si hubiera una especie de amnesia alrededor de ella?
A Garro se le juzga —sin piedad— cuando se trata de hablar de su narrativa y teatro, después de la publicación de Andamos huyendo Lola (1980). Como si las primeras publicaciones no estuvieran del todo consolidadas y necesitara someterse a un escrupuloso examen cada vez que publicaba un nuevo libro. Es verdad que sus primeras obras no tienen comparación con el resto de su producción literaria, pero también conviene recordar que ella escribía y publicaba en medio de situaciones adversas, sin la tranquilidad que se requiere para estructurar una novela, obra de teatro o cuento. Siempre, en medio del desasosiego. Aunque esas primeras letras son parte fundamental de la literatura mexicana, ella prefirió no callarse, continuó escribiendo porque pensaba que iba a tener éxito con alguna historia y así iban a poder vivir una situación económica menos apremiante.
El Territorio Elena Garro, sin censura, al que Patricia Rosas invita a adentrarnos resulta ser un encuentro inesperado. Como cuando le escribe la propia Elena una carta a José Bianco para que la ayude a publicar Los recuerdos del porvenir. “¿Cuántos años han pasado? Ninguno, el tiempo es una ilusión”. Esa misma sensación es la que nos queda a los lectores, que el tiempo no ha pasado desde que leímos por primera vez aquella incansable pluma que con audacia y tenacidad forjó a los personajes entrañables de la familia Moncada, sus vecinos y demás pobladores de Ixtepec. En palabras garreanas, como lectores “abolimos el tiempo”, pues permanece la idea de un reencuentro. Esta vez no de personajes, sino con Elena Garro.
Si en la literatura de Garro el tiempo es un recurso para que no ocurra lo irremediable, o para poder aceptar que hay situaciones sin salida, también con nosotros, sus lectores, las horas quedan suspendidas en espera de… Aunque aquí no está Félix, empleado del servicio doméstico de los Moncada que cumple con la tarea de quitarle las manecillas al reloj de pared, el tiempo parece haberse evaporado y nos hallamos con la Elena Garro que conocemos, quien con suma destreza narrativa comparte imágenes, acciones, evocaciones, historias.
En esa carta a Bianco, la escritora mexicana le cuenta que tiene un baúl lleno de manuscritos, teatro, cuentos, novelas y hasta poesía. Con respecto al libro Elena Garro sin censura, es como si Patricia Rosas hubiera abierto ese baúl garreano y nos lo compartiera. Claro que no sucedió de esa manera, sería injusto resumir así los años de investigación, pero prefiero imaginar que fue algo ocasionado por el influjo del realismo mágico y la fuerza narrativa en una autora como lo es Garro.
El verbo ‘recuperar’ ha estado presente en la vida de Garro. Ella recupera manuscritos, personajes, instantes, el tiempo tanto en la ficción como de la no ficción. Con una vida como la que tuvo, llena de contrastes, de momentos inesperados, se vio en la necesidad de reinventarse una y otra vez. Escribir, en medio de la adversidad. Escribir, pese a la traición y el desasosiego. Escribir, aunque fuera tachada de rebelde, mujer insumisa que no podía invisibilizarse como lo hacían otras para evitar problemas con sus parejas, jefes, compañeros de trabajo.
Visionaria, indómita, comprometida con las causas de la desigualdad social y contra la discriminación, crítica, no era una escritora convencional. Quizá por eso la leemos como a una alguien adelantada a su tiempo, con subidas y bajadas, porque así es la vida misma; esa que retrata con precisión y, a veces con crudeza.
Ella anhelaba ganar dinero como Corin Tellado. Sin embargo, ese éxito nunca la alcanzó, esa prosa facilona y complaciente no tuvo cabida en su profesión —para fortuna de todos sus lectores—. Habría sido una salida cómoda que, en el fondo, traicionaba su poética. Eran otra época, en donde las escritoras se preocupaban más por la calidad que por cumplir lo que les solicitaba su editorial o por adaptar sus historias a los antojos de Netflix.
¿Qué nos espera en este reencuentro con Elena Garro? Un mosaico de géneros literarios y, en ocasiones, hasta variaciones de un mismo texto como ocurre con la obra de teatro El cono de las tinieblas. Ahí personajes como Horacio y su madre Josefa, tendrán actitudes hostiles y obsesivas contra Hebe, la esposa de Horacio. Retrato de una relación disfuncional llevado hasta impensables consecuencias. Es posible identificar que la ficción le ayudó a Garro a sanar heridas al incorporar en la obra escenas inspiradas en la dependencia de Octavio Paz con su madre, Josefa Lozano. Esta pieza dramática tiene dos versiones, en uno y tres actos. El lector podrá comparar los manuscritos de la historia, complementar su visión o quedarse con la que más le guste del repertorio. La pieza dramática “Medea”, también incorpora parte de esa relación —que hoy definiríamos como tóxica— entre Paz y su antecesora.
En definitiva, el libro es para lectores garrearnos, pues valorarán los nuevos testimonios, versiones y textos reunidos, aunque algunos de ellos estén inacabados. Sólo los fans lo entenderán. Es como cuando los seguidores de Los Beatles corren a comprar las nuevas versiones de determinados discos, las modificaciones casi son imperceptibles para los villamelones; no obstante, existen cambios, distintos registros que terminan por enriquecer a la audiencia. Así pasa con esta Elena Garro sin censura.
Con placer leí la parte de las memorias y ahí puedo asegurar que el tiempo también se interrumpió. Vino a mi mente la prosa de Garro en Los recuerdos del porvenir, con esa mirada contemplativa, serena y expectante de la naturaleza. Desde mi perspectiva, hay mucha teatralidad en la novela, como si cada capítulo tuviera un escenario natural que es descrito con fidelidad. Y las pequeñas presencias, esos insectos, arañas, pájaros, dan cuenta de cómo pasa el tiempo; o también esos amaneceres en Ixtepec cuando el sol otra vez está sobre las cabezas de los habitantes, revelando la luz, la verdad de lo que no quieren hablar: el infortunio que está por suceder en las calles de aquel sitio. Una tarde anaranjada, esplendorosa, en Ciudad de México de los años 30, queda registrada en estas remembranzas.
Otras reminiscencias de infancia se tejen en esa sección memoriosa, como cuando su padre le trae una muñeca de porcelana y su cabeza se rompe. Parece que no es una tragedia, pero para la niña que le decían Corchito, sí lo fue. Aunque el padre asegura que no ha pasado nada y puede reponer esa muñeca, parte del alma de esa niña también se estrella. En esa misma sección leemos que la madre leía libros de historia, que su abuela las visita, y nunca más volverá a poner un pie en esa casa. La niña no alcanza a conocer el motivo por el que se produce un distanciamiento entre la abuela y su madre.
En otra parte de las “Memorias” leemos que en una verbena española se reúne la familia de Corchito. Hay mujeres vestidas con trajes típicos de Asturias, danzan, cantan, comen y beben con los invitados. La pequeña ingiere todo lo que le ponen enfrente: chocolate, churros, copas y otras bebidas etílicas. Disfruta ver cómo su padre baila animadamente con su tía, pero la mirada de esparcimiento se interrumpe cuando ella se siente mal. Su voracidad le causa estragos. La llevan a su casa, y la pequeña alcanza a ver que hay un alboroto: su madre y sus tías gritan, algo está pasando que no logra comprender bien a bien. Es su tía… ha muerto.
Dentro de la sección correspondiente a la narrativa hallamos “La cuenta” y “El festín de Helena” o que podría decirse, la importancia de llamarse Helena. Este último es un entretenido relato, fresco, ágil, que reúne a varias mujeres que tienen en común su nombre.
Dos figuras aparecen en este libro y, en cierto modo, son una curiosa revelación para los lectores. La primera es Greta Garbo y la dedicación que tiene la escritora por encontrar un rasgo que la emparente con la familia imperial de la Rusia zarista. ¿Podría ser María o Anastasia, la princesa perdida? He ahí el enigma. La escritora elabora toda una investigación, con tintes cinematográficos, para exponer el caso. El segundo personaje es el Che Guevara, con quien Elena coincide en un restaurante de comida italiana, pero se trata de un desafortunado encuentro porque, en ese momento, está harta de tratar con escritores. Ella requería de otras conversaciones con creadores, no creer que entraba al mismo círculo de amigos y colegas de Octavio Paz.
Respecto a Paz, también hay cartas significativas, un diario de juventud, frases que dejan claro que Elena sabía qué tipo de hombre era Paz y los riesgos que provocaba estar cerca de un alguien como él. No obstante, resulta complicado juzgarla bajo la mirada de lectores del siglo XXI, pues ignoramos de qué tamaño era la presión social y yugo machista al sentirse parte de una familia, más como si fuera propiedad de, que siendo ella misma.
La desilusión que trajo consigo el matrimonio con Paz, su ímpetu por conocer más de la vida, por leer, escribir y conservar una visión crítica, hicieron que muchas anécdotas de su cotidianeidad las incorporara a sus letras. Desde su infancia a juventud, vida en pareja e instantes de desasosiego, sus otros amores como Bioy Casares y Archivaldo Burns, los vemos manifestados en sus historias.
Es probable que, de forma paralela a la concepción de Los recuerdos del porvenir, emprendiera la escritura de obras teatrales como Los perros (1956), El rastro (1957), Un hogar sólido (1958), El rey mago (1958) y La señora en su balcón (1959), por mencionar algunas. Juan García Ponce señala que Elena Garro vino a refrescar el teatro que se hacía en México, género impregnado de costumbrismo. Por eso vemos que varios de sus personajes no están de acuerdo con el estereotipo femenino, sino que son mujeres con tendencia al libre albedrío como también ocurre en los magistrales relatos de La semana de colores.
Patricia Rosas Lopátegui, convertida en una audaz expedicionista, muestra un interesante recorrido a través del Territorio Elena Garro. Conviene mencionar que, como conocedora de la obra, a los lectores nos brinda la información necesaria para ubicar la época y el contexto en que la autora añadió tal o cual cosa. Esa es la diferencia con los simuladores o cazadores de escritores.
Mary Carmen Sánchez Ambriz
@AmbrizEmece