
Otras voces han atrapado a Cristina Rivera Garza (Matamoros, Tamaulipas, 1964) y, según parece, no será fácil que pueda liberarse de ellas. Esta vez no se trata de murmullos sino de un racimo de palabras que exponen la muerte, la desesperanza, el caos y la serie de injusticias que se vivieron en la zona algodonera del norte del país.
Cuando la escritora cumplió 50 años, la investigadora Sara Poot-Herrera le organizó una fiesta en Del Mar, California. Ahí conversó con uno de sus colegas universitarios, Max Parra, respecto a su interés de iniciar una investigación sobre el trabajo de sus abuelos en la Estación Camarón, Nuevo León, sitio en donde comenzó una civilización agraria para exigir mejores condiciones laborales. Parra fue quien le recordó a José Revueltas, en específico El luto humano, en donde se narra a la huelga de los obreros algodoneros ocurrida en 1934.
Así comenzó una búsqueda incansable, estrategia recurrente en los proyectos de Rivera Garza. Con paciencia armó un rompecabezas que incluye a José Revueltas y su paso por la zona algodonera, sus libros, los telegramas, la correspondencia, las fotografías antiguas de la región; además de la presencia de los abuelos de Rivera Garza, sus recuerdos de infancia, la convivencia con su hermana y su hijo, más en el presente, por quien se sintió motivada para hurgar en los vestigios de la lucha agraria.
Conviene recordar que en las regiones algodoneras del norte de México se desarrolló un tipo de economía centrada en ese cultivo, a tal grado que pasó a ser una materia prima estratégica para la política económica del Estado en varios momentos del siglo XX. La economía del algodón tuvo auge en la Baja California, Sonora, Chihuahua, Tamaulipas y la comarca lagunera. Una región que Rivera Garza conoce muy bien porque de niña emprendía largos viajes en carretera y se topaba con esta siembra. La historia posee tientes autobiográficos porque, en cierta forma, es una recuperación del pasado que le tocó vivir a sus ancestros. A su abuelo, José María Rivera Doñez, a quien no conoció y del que su familia poseía poca información.
La economía del algodón en el norte de México repercutió en la apertura de espacios agrícolas, mismos que generaron una elevada productividad. Rivera Garza retrata la lucha obrera, la inconformidad, el abandono, la sequía. La aridez dio paso al advenimiento de otro cultivo que vino a cubrir de sangre e inseguridad gran parte del territorio, el narcotráfico.
La prosa de Rivera Garza se abre paso entre matorrales y huizaches. El tono narrativo que elige para contar la historia se encuentra más cercano a la crónica y a la velocidad de frases contundentes, reveladoras. Son enunciados descriptivos, sencillos, estampas. La intención es tomarle el pulso a un movimiento espasmódico, contar con un registro de migraciones y de cuando las ilusiones se fragmentan y se vuelven tierra estéril.
Ya había sucedido con su libro Había mucha neblina o humo o no sé (Literatura Random House, 2016), que generó cierta confusión al describirlo como una novela sobre Juan Rulfo, cuando en realidad es una investigación más cercana al ensayo-reportaje que a la ficción. Como lo ha dicho la autora es “su Rulfo”, su manera acercarse tanto al novelista jalisciense como a sus personajes. Ahora la editorial que publica este libro, quizá con el afán de asegurar lectores, afirma que es una novela. Nada más alejado de la realidad: es otro ensayo-reportaje, cuyo hilo conductor es la presencia de José Revueltas y de los abuelos de la autora en el conflicto laboral agodonero. ¿Por qué cuesta tanto aceptar otros géneros que no sean novelas?
Entre los aciertos de Rivera Garza se encuentra la forma en que logra combinar la descripción del campo, de una manera poética, con la realidad tosca de una lucha laboral. La nostalgia irrumpe en estas páginas y también la necesidad de pertenencia. La escritora indaga como si respirara o bebiera agua. Eso hace que adquiera naturalidad y que, al mismo tiempo, incorpore un sinfín de minucias que son parte del paisaje natural y humano en el rompecabezas de la zona algodonera.
Ella ha dicho que este libro es el primero de una trilogía, lujo que unos cuantos autores pueden practicar. Sería premeditado detenerse a mirar más elementos del libro de manera de manera positiva o negativa, porque aún faltan otros dos títulos para poder compartir la visión de la autora. Quienes incluyeron esta autobiografía entre los mejores libros del 2020, se nota que no repararon en que es una triada.
“Pertenecer es el mecanismo que utilizamos para volver palpable al tiempo. La escritura, que convoca al pasado, que lo requiere, también nos lo convida”, refiere la autora. No es novela, no hay murmullos ni neblina y aún las indagaciones no han concluido; lo que hay es un viaje a la semilla.