En 2004, los asesinatos de Ahmed Yassin y Abdel Aziz al-Rantisi, fundadores de Hamás, impulsaron su triunfo en las legislativas de 2006. Meses antes, Mahmoud Abbas sucedió a Arafat al frente de la Autoridad Nacional Palestina.
A la muerte de Yassin y al-Rantisi, Khaled Mashal, jefe de la oficina kuwaití, asumió el liderazgo político de la organización para luego dejarlo a Ismail Haniyeh, asesinado esta semana en Teherán. Mashal ya fue nombrado su sustituto.
Haniyeh importa por el simbolismo como por donde fue asesinado.
Cada escalada en Medio Oriente lleva a suponer un acercamiento a la guerra regional. La apreciación parece no notar el desastre de los diez meses en Gaza. Los más de 35,000 muertos, los rehenes aún secuestrados, los casos de polio en niños gazatíes. Asegurar la guerra sin fin en el estado en el que nos encontramos es suficiente.
Se puede desechar la idea que suponía el gobierno de Netanyahu no abriría frentes simultáneos; por las reacciones de Teherán, hasta ahora, es viable pensar que los ayatolás siguen sin ser un gobierno suicida. Llegan a medir su respuesta con tal de no arriesgar su supervivencia. Para todo lo demás tienen proximidades.
Haniyeh representaba algunas de las peores características en los de su tipo —las de sus espejos antagónicos—, pero su muerte abre el espacio para la entrega al sector más radical, menos político de Hamás.
Las dudas eran persistentes sobre la influencia de Haniyeh en Yahya Sinwar, cabeza de la organización en Gaza. No hay razón para creer algo distinto en voz de Mashal.
Se aleja el cese al fuego. Las implicaciones hacia los rehenes es la distancia con el riesgo del olvido a las posibilidades de regreso. Declaraciones cataríes han señalado que no se puede negociar si se mata al interlocutor. Hay cierta trampa en ello. Era más la cara pública.
Mientras tanto, en Siria, Maher al-Assad, hermano de Bashar, presiona para reabrir operaciones en el Golán.
Haniyeh es para la ANP la claudicación a sí misma. En estos meses, la única reacción inmediata de Abbas ha sido lamentar y condenar su muerte. No quiere repetir la suerte de 2006. Ninguna batalla política es más difícil que aquella contra quienes son vistos como mártires.