La excesiva ligereza trajo el fascismo moderno que aún tiene quienes se resisten a llamar así. Su estructura es la del poder autoritario, sin contención más que la propia, producto de la afectación a intereses específicos: la bolsa, las emociones de sus votantes. No por otra cosa sino vanidad. La lógica es demasiado parecida a los usos en lo dictatorial.
El mundo busca negociar lo que hasta hace poco era inadmisible siquiera poner sobre la mesa. ¿Cuánto tardaremos en darnos cuenta de que el delirio no guarda una explicación racional para sus acciones más que la inercia?
El código de los bienes raíces se asoma en algunos aspectos, sobre todo sus formas. En la mayoría, vemos el resultado de la banalización más amplia de Occidente. El llamado a una operación de limpieza étnica, promovida por la mayor fuerza del planeta, se debate como si se tratara de un asunto regular. Sin distinción, hacemos lo mismo con el ataque al multilateralismo y las amenazas territoriales o comerciales.
A corto plazo, los principales sujetos de las agresiones de la Casa Blanca intentan rutas de escape temporal. El impulso a buscar una interpretación y respuesta racional al cretinismo político es el resquicio al que aferrarse en un futuro para recuperar algo del orden que deja la apuesta por el caos generalizado. No tiene efectos inmediatos. Mal haríamos en suponer que en cuatro años esto habrá
terminado.
Ningún país estaba preparado para un neofascismo tan socialmente aceptado. Medio Oriente o Europa cuentan con esferas regionales para dar algún tipo de respuesta a los desplantes de Washington. México se encuentra en situación de desventaja. Otra. Ni una sola de nuestras alianzas construidas a través del vacío de una supuesta identidad hermana, han tenido la menor utilidad.
Amman, Cairo, Bruselas o Riad, utilizan los aparentemente todavía funcionales instrumentos del lobbying o van a Washington.
Un punto de partida es entender que, si los sujetos de la virulencia necesitan la solidez de sus instituciones, nosotros desinstitucionalizamos el país en nombre de una retórica inflamada y de uso interno.
Navegar a la espera del fin del tiempo es una estrategia que no anticipa las ruinas del desorden.