Política

Cataluña y España ante el abismo

El pasado primero de octubre el gobierno autonómico catalán, compuesto por una extraña coalición formada por los conservadores herederos de Jordi Pujol, la Esquerra Republicana Catalana y la intransigente Candidatura d’ Unitat Popular (CUP) de extrema izquierda, convocó a un referendo sobre la independencia de la región. Con una participación de apenas 43% del electorado, la pretendida consulta fue apoyada por un muy sospechoso 90% de los votos, lo que permite dudar razonablemente de su pulcritud e imparcialidad.

En vez de minimizar el sainete y dejar que se extinguiera por sí solo, Madrid reaccionó tarde y mal al desafío secesionista, al enviar a la Policía Nacional y a la Guardia Civil (de infausta memoria para muchos españoles y extranjeros) para que impidieran la instalación de colegios electorales y la votación en general. Cometido logrado a golpe de porra y gases lacrimógenos.

En ese preciso momento el gobierno de Rajoy pareció haber perdido la guerra mediática ante la opinión pública internacional, al mostrarse como un gobierno intolerante y represor, y al alumbrar los mártires necesarios, aunque exagerados, para la causa del independentismo a partir de los heridos que provocó la reyerta.

Poco importó que las imágenes fueran manipuladas, que se propalaran rumores infundados, o que se mintiera abiertamente, como luego se pudo comprobar; fueron muchos los que, tanto en Europa como en Estados Unidos, se mostraron dispuestos a creer la propaganda independentista, por más burda y lacrimógena, tal y como fue manifiesto en diversos artículos y editoriales de la prensa británica y norteamericana, en los que se equipara de modo caricaturesco al gobierno español actual con la dictadura de Franco (y con Torquemada, incluso) y a los catalanes con los habitantes de los territorios ocupados de Gaza y Cisjordania.

A la exaltación desbordada del nacionalismo catalán de las esteladas y las senyeras siguió de modo casi inmediato un arrebato, igualmente ridículo, de nacionalismo españolista: muchas ventanas en Madrid y otras ciudades comenzaron a llenarse de banderas rojo y gualda, símbolos de toros de Osborne y demás horteradas, en un alarde que más parecía de despecho.

Para España una posible secesión catalana supondría un duro golpe, toda vez que la región representa 20% de su producto interno bruto; para Cataluña significaría una catástrofe descomunal, en la medida en que implicaría su salida inmediata y acaso irreversible de la Unión Europea.

Una medida de ello la dio el mercado al votar en contra de una posible secesión, cuando el IBEX 35, principal indicador bursátil de la bolsa española, tuvo sus mayores pérdidas desde el Brexit, inmediatamente después del referendo del 1-O. El capital demostró, una vez más, que no conoce de patrias cuando la Caixa de Catalunya y el Banco Sabadell, principales entidades financieras catalanas, trasladaron sus sedes a Palma de Mallorca y Valencia, respectivamente. A los bancos les siguieron empresas tan emblemáticas como la panificadora Bimbo o la Editorial Planeta, mismas que trasladaron también sus casas matrices a Madrid. En total, unas 4,800 empresas han abandonado Cataluña en los últimos cinco años.

Por lo demás, pese a las esperanzas de los soberanistas, la Unión Europea no ha dejado lugar a dudas de que una posible independencia catalana significaría su salida inmediata del bloque supranacional. Así, el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, declaró que la secesión catalana podría generar un efecto dominó en Europa y que a nadie le gustaría una UE integrada por 98 países, mientras que el presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, afirmó que para la UE España es el “único interlocutor válido”, lo que hace evidente que Bruselas desconoce el proceso. París, Londres y Berlín han declarado que no reconocerán la independencia de Cataluña.

El llamado proceso ha sido sinuoso e incluso burlesco. El presidente de la Generalidad catalana, Carles Puigdemont, protagonizó un galimatías pocas veces visto al declarar la independencia de Cataluña, solo para suspenderla de inmediato. Al fallido desplante, Rajoy respondió con el espantajo del artículo 155 de la Constitución de 1978, que autoriza al gobierno español “a tomar todas las medidas necesarias” en caso de que una Comunidad Autónoma no cumpla el mandato constitucional.

En vez de aprovechar el debilitamiento por la vía de los hechos de los secesionistas y distender el conflicto, el gobierno central optó nuevamente por la mano dura, al encarcelar a los principales instigadores de la revuelta independentista, Jordi Cuixart y Jordi Sánchez, acusándolos de sedición, delito por el que podrían alcanzar una condena de 15 años. Esto, a su vez, provocó de modo previsible, la indignación de los nacionalistas catalanes, tal y como se vio reflejado en la multitudinaria manifestación del sábado pasado en Barcelona, que concentró a miles de personas al grito de “ni un paso atrás”.

En un nuevo farol, el Parlament catalán acordó votar en secreto la independencia catalana, en una sesión de la que se retiraron el Partido Socialista de Catalunya, el PP y Ciudadanos. La resolución, que apremia al Govern a iniciar un proceso constituyente que declare la república catalana, fue aprobada por 70 votos a favor, 10 en contra y dos abstenciones. El Senado español respondió de inmediato ordenando la aplicación del artículo 155, mientras que Rajoy destituía al gobierno autonómico y convocaba elecciones autonómicas para el próximo 21 de diciembre.

Ahora estamos ante el peor de los escenarios posibles: de una parte, un Estado español renuente al diálogo, de otra, un segmento de la población catalana que a fuerza de años de adoctrinamiento en el victimismo ha terminado por creerse el mito nacionalista y que se muestra dispuesta a la resistencia contra lo que percibe como una opresión inicua. Así, mientras la CUP amaga con movilizar a sus fieles para organizar bloqueos y actos de resistencia pasiva en puntos estratégicos tales como el aeropuerto, los puertos, principales carreteras o la televisión autonómica y para detener un eventual avance de la Policía Nacional y de la Guardia Civil, otras voces, igualmente exaltadas, piden la aplicación del artículo 116, que norma el estado de excepción, o al citar la Ley de Protección de Infraestructuras Críticas. Como se siga por esta senda la escalada del conflicto será inevitable.

Estamos ante un fracaso colectivo, en el que todas las fuerzas han exhibido incompetencia en el mejor de los casos o, en el peor, han atizado la hoguera de las pulsiones nacionalistas más primitivas. Solo cabe esperar que al eterno laberinto español no le vaya a seguir, de nuevo, el reñidero ibérico.

*Investigador del CIALC-UNAM

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Mario Ojeda Revah
  • Mario Ojeda Revah
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