En un mundo donde la infancia debería ser sinónimo de juegos libres y sonrisas inocentes, es preocupante ver cómo algo tan normal como jugar en la calle se haya convertido en un campo de batalla legal.
La reciente noticia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación invalidando las normas de Jalisco que sancionaban jugar futbol en las calles, es un claro ejemplo de cómo las libertades básicas pueden quedar atrapadas en el enredo de la burocracia y la interpretación excesiva de las reglas.
Me parece una locura pensar que una actividad tan común como jugar futbol entre amigos pueda ser sujeta de sanciones monetarias, llegando incluso a multas de hasta 13 mil pesos.
Las calles, que deberían ser espacios de interacción social y recreación, se convirtieron en terreno prohibido para la niñez y la comunidad.
Esta prohibición, que a simple vista puede parecer trivial, refleja una visión distorsionada de la vida urbana y de la convivencia.
La justificación de que jugar futbol en la calle es una conducta que molesta para las personas es inquietante. ¿Desde cuándo la diversión y la actividad física, pilares fundamentales para el desarrollo de los jóvenes, se convirtieron en un inconveniente?
Parece que, en la búsqueda de un supuesto orden y silencio, olvidamos que las risas y la interacción entre vecinos son las que verdaderamente construyen comunidad y solidaridad.
Es una lástima que tuviera que ser el Ejecutivo federal y la Comisión Nacional de Derechos Humanos quienes presentaran el recurso para derribar esta prohibición.
¿Cómo es posible que algo tan evidente como la libertad de jugar haya tenido que llegar a la máxima instancia legal para ser reconocido?
La anulación de esta norma es un pequeño paso en la dirección correcta pero, ¿qué hay de las multas ya pagadas por aquellos que simplemente buscaban compartir un rato ameno con amigos?
La ministra Loretta Ortiz Ahlf, al declarar que la norma carece de sustento y viola el principio de taxatividad, pone el dedo en la llaga.
La ambigüedad de la redacción y la discrecionalidad en la interpretación de las autoridades permitieron que algo tan natural como un juego infantil se convirtiera en motivo de sanción. Es alarmante pensar que la autoridad tenga el poder de determinar si la risa de un niño es molesta o no.
El aspecto más preocupante es que las multas previas a la anulación de la norma no serán reembolsadas.
Esta situación refleja cómo la falta de sentido común y la rigidez del sistema pueden resultar en un agravio para aquellos que simplemente buscaban disfrutar de una actividad sana y comunitaria.
En última instancia, la historia de esta "cascarita" en las calles de Jalisco nos recuerda que la libertad, incluso en sus formas más simples, no debe ser subestimada ni restringida.
El hecho de que una sentencia de acción de inconstitucionalidad fuera necesaria para validar algo tan esencial como el derecho a jugar nos habla de una sociedad que debe cuestionar constantemente la burocracia excesiva y las regulaciones sin sentido.
La calle es mucho más que un espacio físico; es un lugar de encuentro, intercambio cultural y aprendizaje social.
Que una actividad tan vital como jugar deba pasar por los vericuetos legales y enfrentar sanciones económicas, nos debe hacer reflexionar sobre qué tipo de sociedad estamos construyendo.
En lugar de sancionar a quienes juegan, deberíamos estar fomentando un entorno donde la infancia y la comunidad tengan el espacio y la libertad que merecen.