Entre telarañas eléctricas y promesas legislativas olvidadas, nuestras ciudades sobreviven atrapadas en el desorden aéreo que nadie quiere ver… ni arreglar.
Hay cosas que uno aprende al barrer. Por ejemplo, si levanta tantito la mirada –apenas unos centímetros por encima de su cabeza– encontrará no solo polvo de días y semanas, sino telarañas de lustros. Algunas, tan viejas, que ni la araña recuerda haberlas tejido.
Así están nuestras ciudades: cubiertas por un entramado aéreo de cables que parecen ruinas de una civilización anterior. Abandonados por las empresas de telecomunicaciones, olvidados por las autoridades, ignorados por todos… menos por el viento, que de vez en cuando los agita y los convierte en trampa.
Porque, claro, ¿quién necesita conceptos como “sustentabilidad” o “economía circular” cuando las empresas pueden seguir tirando cable pa’llá y pa’cá? Los dejan colgando como si fueran guirnaldas navideñas pasadas de moda, enrollados con una gracia casi artesanal. O como si los presumieran cual obras de arte moderno. Cada nuevo servicio se entrelaza con los anteriores en una coreografía de danza mal diseñada. El resultado: una maraña que ni el nudo gordiano supera.
Cables de internet, telefonía, televisión, luz pública, videovigilancia… todos comparten los postes como si fueran banquetas en hora pico. Y de poste en poste, de calle en calle, esa telaraña avanza –urbana o rural– con el mismo desparpajo.
¿Y los peligros? Ah, esos sí que no distinguen código postal. Vale recordar el accidente de junio de 2024, en Allende, donde dos menores murieron electrocutados al rozar un cable expuesto mientras paseaban en bicicleta. O aquel en Juárez, donde los cables de la CFE amenazaban con encenderse solos. O el de García, cuando un cable cayó, chispeó y terminó incendiando una camioneta.
Y mientras tanto, la Ley Federal de Telecomunicaciones dice que no se puede restringir la instalación del cableado. Que todos –municipios, estados y Federación– deben facilitar su despliegue. Pero sobre los riesgos, sobre los accidentes, sobre el abandono… silencio legislativo. Ni una palabra. Ni una multa.
Eso sí: en mayo de 2023, el Congreso local se dio a la noble tarea de legislar sobre el asunto. Reformaron leyes y prometieron que, ahora sí, los cables en desuso serían retirados en seis meses. Se les dio nombre a las telarañas y fecha de caducidad. ¿El resultado? Un año después, la vista sigue igual de enredada.
Intente usted marcar a Servicios Primarios o a Protección Civil para reportar una maraña de cables baja o un alambre suelto.
Lo van a rebotar como si se tratara de una papa caliente: “Eso no nos toca. Llame a la empresa que lo puso”. Y a volver a empezar.
La pregunta es: ¿por qué no prevenir, por qué no gestionar, si es tan barato como mirar hacia arriba? ¿Por qué no hacer cumplir la ley a quienes sí tienen nombre y razón social? Y ya entrados en gastos… ¿por qué no competir por ser el municipio más limpio, más seguro y, de paso, el menos feo?
Porque si los alcaldes no pueden ni con los cables, ¿cómo les vamos a creer que pueden con la seguridad, el desarrollo urbano o la planeación territorial?
Los cables no son el problema. El problema son quienes los permiten, los ignoran, los toleran y, peor aún, los normalizan. Alcaldes, regidores, directores de servicios públicos: a todos ustedes también se les cruzaron los cables.