El acoso escolar es un problema del Estado, no solo de las aulas. Y el silencio de las instituciones también es violencia.
Cada 2 de mayo, el mundo recuerda —o al menos debería recordar— que millones de niños y adolescentes enfrentan a diario una realidad que no cabe en los libros de texto: el acoso escolar. El Día Internacional contra el Bullying es más que una efeméride; es un grito de alarma por esta tragedia silenciada.
Aunque se trata de un fenómeno global, su combate es profundamente local. Y es que el bullying, esa violencia entre pares que envenena aulas y patios escolares, no desapareció con el confinamiento de la pandemia. Solo mudó de escenario: del recreo a la pantalla, del empujón al mensaje cruel en redes sociales.
México, tristemente, lidera el ranking de casos de acoso escolar en educación básica a nivel mundial, según la OCDE. ¿Qué nos dice eso como sociedad? Que fallamos. Y fallamos todos: padres, maestros, autoridades, medios y ciudadanos.
El bullying ha sido nombrado con razón “la epidemia del siglo XXI”. Porque no solo lastima cuerpos: rompe espíritus. La violencia cotidiana, disfrazada de “bromas pesadas” o “ritos de iniciación”, deja huellas que no se ven, pero que duelen toda la vida.
“El bullying es un enemigo silencioso que se nutre de tres venenos: la soledad, la tristeza y el miedo”, sentencia el doctor Javier Miglino, de la organización Bullying Sin Fronteras. Y en esa frase resuena el eco de muchas historias que han quedado en el olvido… o en la impunidad.
En las escuelas públicas y privadas de Nuevo León, el panorama es sombrío. Casos recientes —como el del estudiante del Tecmilenio— han destapado la complicidad pasiva de autoridades escolares que, lejos de proteger a las víctimas, prefieren blindar la imagen de sus instituciones.
La reacción oficial suele llegar tarde y mal.
Como dice el dicho: “Después de ahogado el niño, a tapar el pozo”. Tras el caso mencionado, legisladores estatales aprobaron por unanimidad la reforma a la Ley para Prevenir, Atender y Erradicar el Acoso Escolar. El nuevo marco legal incluye diagnósticos periódicos y la participación de expertos como psicólogos y criminólogos en la atención de los casos.
Pero la gran pregunta sigue en el aire: ¿no sería mejor prevenir que castigar?
Tenemos conocimiento, estadísticas, diagnósticos, testimonios… ¿y seguimos reaccionando en lugar de anticiparnos? Si sabemos que la materia con menor comprensión entre los estudiantes es Formación Cívica y Ética, como lo indica la Comisión Nacional para la Mejora Continua de la Educación, ¿por qué no apostamos por una transformación cultural desde las aulas?
La violencia escolar no es un problema de niños: es un reflejo de los adultos. Y erradicarla no es tarea de un día ni de un decreto. Es responsabilidad de todos construir comunidades escolares en las que la empatía valga más que el miedo y en donde los agresores dejen de encontrar eco en la impunidad.
La infancia no puede seguir esperando. Si la política no toma con seriedad este problema, es hora de que la ciudadanía lo exija. La prevención debe dejar de ser discurso y convertirse en política pública. Hoy, más que nunca, los niños necesitan algo más que un minuto de silencio: necesitan una comunidad que hable, actúe y los proteja.
Porque, al final, el mal de muchos no debería ser el consuelo de nadie.