El otoño de la Edad Media (en Francia y los Países Bajos) de Johan Huizinga se editó en 1919 y se reeditó con cambios en 1923 y 1927. En 1930 se publicó en español traducido por José Gaos. Alianza hizo varias ediciones de esa traducción a partir de 1978. Tengo leída, lapiceada y con post-its una de ellas (1996), y me basta para concluir como un siglo después de los originales: es un libro loco.
Bien loco. No hay página sin sorpresa. Todo un mundo de paradojas y contradicciones: gran fe religiosa continuamente profanada, culto a la divinidad y pleno descaro pecaminoso, la blasfemia como signo mayor de la creencia en lo divino. (“Quien acierta a blasfemar más reciamente es honrado como un maestro”. Incluso los monjes participan en la búsqueda de blasfemias “enérgicas y nuevas”. Y los niños). Se expresaban cosas sexuales en el lenguaje de los actos píos; se jugaba por ejemplo con las palabras saints (santos) y seins (senos).
Había un odio latente contra el clero y un regocijo ante las figuras del monje deshonesto y del cura gordo y glotón. Cuando los oyentes se distraían o empezaban a aburrirse el predicador se lanzaba contra los eclesiásticos y santo remedio.
Fiebre de reliquias a este punto: hacia 1500 el pueblo de las montañas de Umbría pensó en matar al ermitaño San Romualdo, para no perder sus huesos.
En la página 283 puse “Cristo al pastor” al margen de estas palabras de un libro sobre la Eucaristía: “(Al dulce Jesús) vosotros le comeréis asado al fuego, bien hervido, sin quemar, pero todavía caliente”.
Al profeta Jeremías lo pintaban con gafas; al carpintero San José, haciendo ratoneras y lo traían de encargo por “mandilón”: hubo de recomendarse que en Nochebuena no lo representaran “guisando papillas”.
Dice Huizinga que Dionisio el Cartujo es el tipo más perfecto del poderoso entusiasmo religioso al final de la Edad Media. Su obra abarca 45 tomos. Se despidió de sus escritos con esta preciosidad: “Quiero dirigirme ahora hacia el puerto de un seguro silencio”.