No, no pudo esconderse en un departamento modesto, digamos que en un barrio de clase media de Hamburgo. No. La codicia es una desgraciada. Una irresistible adicción. Una forma de vida. Un hogar existencial donde la posibilidad de obtener mucho dinero mal habido provoca un incontinente salivado, un incesante babeo. Engañar desde el poder y no ser pillado genera adrenalina. El alma enferma a causa de un gen crematístico. Es una manera de vivir que no permite humillaciones al ego. Nadie, ni siquiera su inconsciencia más recóndita, osaría sobajar con culpas a un político como él, tan eficiente, tan Rolex, tan rodeado de complicidades. Un amo del universo que se sabe impune por inmune.
No. No había manera de estar en un cuarto monacal. Primero muerto que dejar de pagar miles de dólares en cash en restaurantes. Primero enterrado que abstenerse de exhibir sus fajos de billetes en las relojerías más caras de Place Vendôme, donde lo justo para alguien de su linaje es gastar cinco dígitos —en euros— en una sola compra.
Y es que, entiendan, ahí está también, siempre latente, esa otra escort, la insolencia del dinero, esa súcubo irresistible que posee y provoca una incontenible necesidad de ostentación permanente, de humillación a los demás, a los comunes, para que asimilen dónde están ellos y dónde estamos nosotros, los señores de los negocios en la política.
Ustedes ya saben cómo somos, lo nuestro es la casa blanca, la casa de Malinalco, la estafa maestra, los Duarte, los Borge. Nosotros viajamos en aviones de 12 plazas y en helicópteros con asientos butacas. Lo nuestro es comprar una planta de fertilizantes chatarra en decenas de millones de dólares más de lo que vale, para que nos toquen… millones de dólares de embute.
Así que no, no le fue posible, en plena fuga, llevar una vida frugal. ¿Él, que había sido uno de los más privilegiados mirreyes de la política mexicana, uno de los más connotados operadores de redituables business realizados desde el poder, de acuerdo a las imputaciones de que es objeto? Este golden boy de las transacciones sospechosas y entramados financieros, ¿cómo iba a pasar unos meses en un piso pequeño en Gandía, cerca de Valencia? Vaya agravio. No, él, el rey del fee, lo menos que merecía, faltaba más, era pernoctar en un chalet de La Zagaleta, ahí, junto a la Marbella de los sultanes y Rolls Royce. Sí, en el fraccionamiento más lujoso y exclusivo de toda Europa, donde una casa cuesta hasta 30 millones de euros.
Ah, qué, don Emilio Lozoya Austin, ni él los suyos, los de su aristocracia política, los chicos guapos de Peña Nieto (hoy enmudecidos), entendieron alguna vez que no entendían. Alega ahora su abogado, Javier Coello Trejo, que su cliente no se mandaba solo, que el ex presidente estaba enterado de los actos de Lozoya. Pues venga ya el salpicadero.
Y hoy, ¿no tenemos ya, en Palacio Nacional, a una nueva casta de abusadores, con un émulo de Salinas de Gortari en la silla presidencial (López Obrador) y una réplica de aquel pase de charola que impuso a un grupo de empresarios en 1993? Pregunto, solo pregunto yo: ¿no era entonces y no fue ahora una infame y multimillonaria extorsión “voluntaria”?
Ya ungidos, vaya que sí, todos son iguales: padecen la insolencia del poder
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