Trabajé mucho tiempo cerca de don Ernesto de la Torre Villar, uno de los pocos historiadores poblanos de proyección internacional. Conservo conmigo el original y sus acotaciones del último de sus títulos que publicó, “Los colegios de San Juan y San Pedro”. Hace tiempo él había dado a conocer lo que yo le sugerí que llamara (sin necesidad de que fuera un título) “Inéditas marcas de fuego” porque, efectivamente, él las había dado a conocer.
Me había conseguido un ejemplar, en Donceles [en la CdMx] de un raro volumen editado en 1925 por la Secretaría de Relaciones Exteriores, “Marcas de fuego de las antiguas bibliotecas”, cuando era el subsecretario de la dependencia Genaro Estrada. Me advirtió que ese libro era sólo para que me diera una idea de su proyecto personal. Lo revisé, pero de inmediato me saltaron las planas llenas de grabados en español antiguo y otras más en latín.
En aquel momento memoricé las marcas de fuego, lo preferí antes de ponerle atención a los “dictados especiales” como él los reconocía.
Lo importante es que don Ernesto de la Torre Villar, quien ya había escrito su “Historia de la educación en Puebla”, texto que el curioso lector puede hallar en el catálogo de Fomento Editorial de la UAP, sí dio a conocer importantes marcas de fuego que buscó y rebuscó en recónditas librerías.
Creía en lo que opinaba el investigador Rafael Sala: los hombres, acostumbrados a marcar con fuego el ganado y a los esclavos, lo comenzaron a hacer con los libros que llegaban de España generalmente para las congregaciones de América hacia el siglo XVII. Era la única manera de preservarlos, era lo distintivo de los conventos, imposible de borrar: la marca de fuego, a hierro y colocadas en los cortes laterales y superiores del libro, a veces también aparecían en los interiores mismos.
De “Marcas de fuego de las antiguas bibliotecas” se imprimieron nada más 300 ejemplares y están foliados. Es una rareza hasta para los estudiosos de la bibliografía mexicana.
@coleoptero55