“¡Qué trágico ver el desplome de López Portillo en sus últimos tres meses de gobierno!, ¡cómo destruyó la imagen de la Presidencia de la República!, ¡qué severo el daño que con ello se causó!” escribió el expresidente Miguel de la Madrid en su crónica del sexenio 1982-1988 al referirse a la profunda crisis económica que tuvo como episodio central la nacionalización de los bancos del país.
El filósofo italiano Antonio Gramsci llamó “interregno” al tiempo en el que lo viejo no termina de morir y lo nuevo aún no puede nacer. En México tienen que transcurrir 153 días entre la elección de un presidente y su toma de posición, un largo proceso de transición que siempre ha generado incertidumbre pero ahora es más notoria por la parálisis del actual presidente y por el hiperactivismo del presidente electo que en los hechos es el dueño de la agenda nacional.
Por primera vez después de la era hegemónica del PRI, el candidato ganador comenzó a trabajar desde el mismo día de la elección como el primer Presidente con mayoría absoluta en las dos Cámaras del Congreso. No veremos una democracia pluralista en el parlamento donde la mayoría gobierna y las minorías controlan porque no tienen facultades constitucionales para controlar a la mayoría.
Desde diciembre de 2017, López Obrador designó a su gabinete, un conjunto de funcionarios sin funciones que han estado operando la transición de acuerdo al modelo que ha decidido el próximo presidente de la República.
Se ha hecho público un basto paquete de acciones y decisiones que no ha dejado espacio para el respiro, menos para la reflexión. Los cambios que vienen son radicales en un proyecto de gobierno que solo el presidente electo conoce íntegramente. El vértigo es inédito, ha generado esperanza en muchos pero también incertidumbre y pánico en amplios segmentos de una sociedad preocupada por la estabilidad y el futuro del país.
La sensatez y la visión de Estado serán fundamentales para la gestión de un gobierno inteligente y democrático en estos tiempos complejos que vivimos.
