
Ya he celebrado en forma de cuentínimo la excelsa ocurrencia de una tía de Cuévano que al advertirle que el agua de Jamaica es diurética, respondió muy ufana “Deja tú lo diurética: ¡las ganas que dan de mear!” y ha llegado entonces el momento de consignar el detalle samaritano que tuvo mi primo Everardo con un caporal de Purísima de Bustos que le había comentado jamás haber visitado ciudad alguna y lo llevó a León, Guanajuato nomás para darle un quemón de grandeza, con ida al cine incluida. Se metieron a ver una de las muchas vidas de Jesús de Nazareth que proyectó el Cine Estrella y el momentazo vino cuando el fulano le metió dos balazos a Gestas, al ver que el Mal Ladrón se burlaba del Señor en pleno Calvario. Creo que Everardo tuvo que firmar un pagaré en abono del cambio de pantalla.
Honor y gloria a mi tía abuela Sofía que tomó un curso de dibujo de caricaturas por correspondencia y obtuvo su diploma a los 80 años con un Pato Donald que merecía exhibirse en museo y loas eternas a mi tía abuela Cuca Ornelas que aprendió a tocar el violín al entrar a lo que llaman ahora la Tercera Edad y logró ocupar un escaño en la orquesta sinfónica de la Universidad de Guanajuato, no sólo sincronizando el arco al vaivén de las notas sino presumiendo un par de tenis negros que hacían juego perfecto con su vestido de Paganini. Llevo también como ejemplo vocacional invaluable las historias que contaba el tío Carlos Anaya Gallardo como anécdotas verídicas: era detective Pinkerton con credencial numerada habiendo tomado el curso que se ofrecía en la parte final de los cuentos de peluquería y aseguraba haber sido el único leonés en recibir al general Pancho Villa en la estación de trenes de los Aldam, ¡con sólo ocho años de edad!
Está la noche estrellada de la Ciudad de México cuando estrenaron el Minimax en Insurgentes con luces potentes que se proyectaban sobre el domo del cielo como llamando a Batman y mi bisabuela Jesusita se postró en oración, convencida de que era la llegada del “Espíritusanto” y así mil y una noches de anécdotas que alimentan la imaginación de la memoria de mi familia como mejor antídoto contra cualquier confinamiento y serena esperanza para eso que llaman contagio de rebaño.
Jorge F. Hernández