Hoy hace exactamente casi veinte años que bebí el último trago de alcohol. Solo por hoy, que pensé que eran veinte en sincronía con el siglo que se ha detenido en una enrevesada cuarentena que me permite intentar celebrar la sobriedad con un raro azar. Una inmensa mayoría —contagiados o no— viven ahora veinte horas como si fueran veinte días y al paso de las semanas, veinte meses parecerán décadas largas donde hemos de seguir riéndonos de memes ingeniosos y el bullicio de los tedios, hasta que se imponga el luto inevitable, el silencio triste de esto que no es un juego, sino un implacable rasero de salud pública y compartida donde han de morir muchos, donde nadie queda impune o inmune por librar o contraer el virus.
Hace casi veinte años la primera tajada del desvarío quería hacerme creer la posible inmunidad ante la enfermedad del alcoholismo y gracias a una entrañable cofradía de arcángeles anónimos fui lentamente entendiendo la primera santa tautología para una posible recuperación: triunfa el que se derrota. En un mundo y familia acostumbrados al tesón y el afán incansables, al empeño irrefrenable y a la renuncia constante ante la rendición, el alcohólico de pronto tira la toalla y acepta en voz alta que la vida ya no puede seguir viva con (e incluso, sin) alcohol y que esa derrota considerada vergüenza penosa es no más que un callado triunfo que te permitirá —sumando horas que son días— celebrar el sendero de la sobriedad casi veinte años después.
Desde el principio rompí el anonimato que me contagiaban los apóstoles y la fraternidad, no por flaqueza ni protagonismo, sino con la honesta intención de compartir ejemplo y lograr que aquellos que sigan bogando en la confusión del contagio encaren el horror a porta gayola y se derroten ante una enfermedad que va más allá del vicio o los malos hábitos. Si esta línea se vuelve espejo para quien sabe en silencio que tiene serios problemas con su manera de beber, rompo el anonimato para dar testimonio de un doloroso y lentísimo camino iluminado—no siempre feliz ni pavimentado con ladrillos amarillos— que me separó de mi familia, me hundió en un limbo laboral y me confrontó con no pocas verdades dolorosas que hasta el Sol de hoy mitigan el ansia del antojo, el anhelo de la evasión y las ganas de llorar.
Hace casi veinte años tuve que empezar a entender que hoy es ya siempre, que solo por hoy hay prójimos capaces de ser mejores personas con el empeño de proponerse no beber solo por hoy, salvo que en mi necio caso no he podido vivir los dolores de la separación, el pavor de perder a mis hijos y la inmensa vergüenza de los dolores que le causé a mis seres amados cortando el hoy en ocho pedazos de tres horas cada uno, para que el solo por estas siguientes tres horas he de navegar sin beber e
intentar llevar una vida mejor. Ocho veces al día, casi todos los días, pues los ha habido de abismo y absoluta intolerancia, de abnegación de desidia o procrastinación. Ocho veces al día la reflexión íntima y callada para que no olvide lo que eché a perder y lo que perdí, tanto como la impagable deuda de gratitud que contraigo cada amanecer con tanta vibra y vida, tanto arcángel y semejante, así en sobriedad como en el agua pues hay un compromiso doloroso de unión con todo aquel que sigue ahogado o náufrago, tal como hoy mismo tenemos un compromiso inalienable de gratitud y solidaridad no solamente con los millones de sanos o salubres que comparten cuarentena, sino con los heroicos médicos y enfermeras, camilleros y anestesistas, sanitarios en general y todos los servidores que se la juegan para que no crezca el virus… y también y sobre todos, con los enfermos de todas edades y todas las clases, de todos lados y todas las culturas que no merecen las explicaciones y estadísticas imbéciles, la banalidad de las ineptitudes o el vacío hipócrita de tanto ignorante que ha olvidado por principio externar preocupación en serio, condescendencia vital o piedad y pésame.
Hace casi veinte años el mundo cambió en el nebuloso transcurso de una madrugada de la que fui llevado en andas a un salvavidas del que no me he soltado. Me llevaron los brazos de un inmenso poeta, un pintor de ensueños y un cubano que parecía pirata… así pasen otros veinte días, no cejaré en agradecer la bendición de ver que mis hijos se han hecho hombres sin verme tirado, despedirme de mi padre y otros muchos casi padres que se fueron sabiéndome alcohólico, mas ya no alcoholizado. Así la epifanía de amar y los paulatinos alientos del perdón, sabiendo desde hace veinte años que todo cambió porque cambió la vida… tal como hoy.