Monsi fue a todo y sin medida. Te lo encontrabas en marchas y antros, recitando boleros o al lado de unos mariachis igual que en un restaurante fifí que en una fonda de barrio. Iba a las marchas mucho antes de que tuviera valor a curriculum y se transformaran en embotellamientos con camionetones. Lo vi en las piqueras más inmundas y en las reuniones más top secret porque estaba donde tenía que estar porque ahí estaba la masa, el personaje, el fenómeno de circo o la figura venerable o la ideología en boga. Acudía con la misma avidez sociológica a lo más acá de lo pipirisnais que al mundo más bajo de lo bajo, desprovisto de prejuicios pero con la agudeza del humor a todo lo que daba.
Incluso cuando ya me daba flojera salir a la calle por quedarme en mi zona de confort, Monsi se multiplicaba solo para exaltar el viejo mito de ser el feliz portador del don de la ubicuidad. Te contaban que había acudido al estreno de una película y luego que lo vieron en una mesa de intelectuales nada regresivos, que más tarde estuvo en un mitin pero después en un bodorrio y ya nomás le faltaba rentarse como niño gritón de la Lotería.
Y para colmo, siempre encontraba la manera de escribir sobre todas esas experiencias con fruición y certeza jurídica, por eso sus artículos, ensayos y crónicas llenaban publicaciones
Era ubicuo, oblicuo, prácticamente somnílocuo pero nunca ambiguo.
Hace 35 años conocí a Carlos Monsiváis personalmente. En mi primer trabajo periodístico para el suplemento cultural El Búho de Excélsior (un trabajo sobre los 100 años del nacimiento de Diego Rivera que, luego de ser publicado por el maestro René Avilés Fabila que fabula, el Águila negra para los cuates, organizaron mis amigos una de esas pachangas legendarias) fui a su casa de la colonia Portales en la calle San Simón. De entrada el olor a gato encerrado, luego el saludo escueto para luego pedirme, resguardado bajo sus clásicos lentes de pasta y su melena reacia a peines y geles, que le diera el cuestionario que me había pedido por teléfono. Me dejó en la sala que había sido tomada por libros y gatos (toneladas de libros y media docena de gatos que se retorcían por doquier y te miraban como si te estuvieran escrutando como su dueño escrutaba algún fenómeno social intrincado y retorcido, lidereados probablemente por el legendario Miau Tse Tung) mientras en un pequeño cubículo a 10 metros de distancia lo veía teclear con cierto desparpajo muy a su ritmo. Aquello hubiera horrorizado a cualquier control freak, pero Monsi llevaba su pequeño caos con mucha dignidad. Las paredes eran impresionantes con todos esos toledos y cuevas y toda la escuela mexicana de pintura contemplándome ahí agazapado en la maleza.
Monsi lo logró, me había intimidado. Sobre todo porque además de libros podías toparte con presentes de toda índole firmados por los personajes prominentes de la cultura nacional, algunas mafias literaria y, por supuesto, regalos de políticos zalameros que lo colmaban de elogios y cuya envoltura de plástico estaba cubierta de polvo.
Cuando me entregó sus respuestas, todas ellas ingeniosas y al mismo tiempo profundas, colmadas de comentarios irónicos y al mismo tiempo eruditos –monsi siendo monsi- me sentí emocionado. Había entrado al alucinante mundo del Sabio Monsiváis como aparecía en las aventuras de Chanoc y, ciertamente, tenía mucho de sus exuberancias, ingenio y, con toda probabilidad, alguna inspiración salida de la mente de Tzekub Baloyan.