
Los demás nos querrían más considerados, más cariñosos, más colaboradores, más leales. Sobre eso tratan muchas de las discusiones que nos enfrentan con las personas queridas. Pero entonces solemos refugiarnos en la frase: “Yo soy así”, como si fuéramos rehenes de nuestras inclinaciones naturales. Pero si el carácter nos viene impuesto, no hay mérito ni reproche posible. Entonces nadie podría evitar su temperamento: las buenas personas serían quienes no sirven para otra cosa, y los perversos no tendrían la culpa si solo el mal se les da bien.
En cambio, el filósofo griego Aristóteles pensaba que no existen buenas o malas personas, sino buenas o malas acciones. Uno tiene que empezar por actuar con generosidad, por ejemplo, para acabar siendo generoso. Primero vienen los actos, y ellos nos definen. Los rasgos de carácter, según el sabio, se adquieren mediante el ejercicio y se van reforzando hasta llegar a ser instintos más que decisiones conscientes. La libertad consiste en que, por la fuerza de la costumbre, podemos ser los arquitectos de nuestra personalidad. Aristóteles escribió: “Aprendemos practicando. Practicando la justicia nos hacemos justos y practicando la moderación, moderados, como los constructores construyendo casas, pues construyendo bien serán buenos constructores y construyendo mal, malos. Así nosotros, acostumbrándonos a resistir los peligros nos hacemos valientes y una vez que lo somos, seremos más capaces de hacer frente al peligro”. Para Aristóteles, nuestra manera de ser es una paciente adquisición. El hábito sí hace al hombre.