Gil cerraba la semana. Así, sin más, ni menos. Oigan esto: la escritora bielorrusa Svetlana Alexiévich está convencida de que los relatos de guerra ignoran en gran medida las vidas que acontecen en su cercanía. Su libro La guerra no tiene rostro de mujer, una novela de muchas voces, una trama de una escritora con una postura muy clara sobre los conflictos bélicos: las leyes militares y el ordenamiento marcial de la vida pública hacen polvo cualquier signo de humanidad. Alexiévich afirma que la guerra es inequívocamente asesinato y que de esto sólo tienen plena conciencia las mujeres.
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“Escribo sobre la guerra. Yo, la que nunca quiso leer libros sobre guerras a pesar de que en la época de mi infancia y juventud fueran lectura favorita de todos mis contemporáneos. No es sorprendente: éramos hijos de la Gran Victoria. Los hijos de los vencedores. ¿Cuál es mi primer recuerdo de la guerra? Mi angustia infantil en medio de unas palabras incomprensibles y amenazantes. La guerra siempre estuvo presente: en la escuela, en la casa, en las bodas, en los bautizos, en las fiestas y en los funerales. Incluso en las conversaciones de los niños. Un día, un vecinito me preguntó: ‘¿Qué hace la gente bajo tierra? ¿Cómo viven allí?’. Nosotros también queríamos descifrar el misterio de la guerra”.
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“Entonces por primera vez pensé en la muerte. Y nunca más dejé de pensar en ella, para mí se ha convertido en el mayor misterio de la vida.
Para nosotros, todo se originaba en aquel mundo terrible y enigmático. En nuestra familia, el abuelo de Ucrania, el padre de mi abuelo, murió en el frente, murió de tifus en un destacamento de partisanos; de sus hijos dos marcharon con el ejército y desaparecieron en los primeros meses de guerra, el tercero fue el único que regresó a casa. Era mi padre. Los alemanes quemaron vivos a once de sus familiares lejanos junto a sus hijos: a unos en casa, a otros en la iglesia de la aldea. Y así fue en cada familia. Sin excepciones”.
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En el año 2010, cuando Víktor Yanukóvich era candidato a la presidencia de Ucrania, llamó en uno de sus discursos al escritor ruso Antón Chéjov “el gran poeta ucraniano”. Es probable que esta confusión se debiera a que una de las promesas de Yanukóvich era restaurar la casa en la costa de Ucrania donde Chéjov pasó sus últimos años, tratando de curar sus pulmones. Chéjov murió en Alemania en 1904, de tuberculosis. Cuando los presentes le hicieron notar su error, el candidato intentó corregirlo. Yanukóvich dijo: “ucraniano o ruso, ¡es Chéjov un poeta de talla mundial!”. Chéjov escribió cuentos y obras de teatro. Nunca poesía. Yanukóvich ganó las elecciones aquel año y gobernó Ucrania hasta 2014, cuando una rebelión popular lo obligó a abandonar el poder. La revuelta se originó porque él, como presidente, se negó a firmar una petición para que Ucrania —al igual que otros países de la antigua Unión Soviética— fuera admitida como miembro de la OTAN. La caída de su gobierno provocó el comienzo de una guerra civil que ha durado ocho años y que en estos días fue usada como pretexto por Vladímir Putin para invadir Ucrania.
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Aquella tarde Yanukóvich fue desafortunado. Sin embargo, la historia de la literatura rusa moderna difícilmente podría explicarse sin la presencia de grandes escritores que nacieron en Ucrania. Por ejemplo, Nikolái Gógol, autor de El capote y Las almas muertas, nació en Soróchintsy, en la región ucraniana de Poltava, que entonces formaba parte del imperio ruso. En el año 2009, fecha en que se celebró el bicentenario del nacimiento de Gógol, las cancillerías de ambos países se disputaron el legado del escritor.
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Está también Mijaíl Bulgákov, autor de libros como El maestro y Margarita y La guardia blanca, que nació en Kiev en el año de 1891. Más reciente es el caso de Svetlana Alexiévich, que nació en Ucrania en el año de 1948, autora de La guerra no tiene rostro de mujer y ganadora del premio Nobel de Literatura en el año 2015.
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Todo es muy raro, caracho. Como diría Chéjov: “Cualquiera que sea el tema de la conversación, un viejo soldado hablará siempre de guerra”.
Gil s’en va
Gil Gamés