La estadística vuelve a poner a Jalisco en el mapa de la inseguridad. No por un tema marginal, sino por una herida abierta que afecta directamente a la economía y al tejido social. Se trata del robo al transporte de carga. El reciente informe de ‘Overhaul’ coloca a la entidad en el cuarto lugar nacional, con una participación del 5% de los casos reportados. Aunque las cifras muestran una ligera reducción del 1% respecto a 2024, el problema persiste con fuerza en corredores estratégicos como el de Guadalajara-Chapala, el macrolibramiento y las vías hacia Manzanillo y Altos Norte.
El robo a transporte no es un simple delito patrimonial. Es un acto que encarece la logística, desincentiva la inversión, genera escasez de conductores y, en consecuencia, eleva el precio de los productos que llegan a los anaqueles. Los alimentos y bebidas, insumos de construcción y autopartes —los tres rubros más robados— terminan incrementando su valor final, mientras las empresas destinan cada vez más recursos a seguridad privada, tecnología de rastreo y seguros más costosos.
Las carreteras de Jalisco se han convertido en zonas de riesgo que, paradójicamente, no están consideradas dentro del plan federal ‘Cero Robos’. La ausencia de un operativo de alto impacto en la entidad refleja una descoordinación entre niveles de gobierno y una preocupante resignación empresarial. El argumento de que Jalisco cuenta con una Policía Estatal de Caminos no ha logrado disipar la percepción de abandono federal, ni contener las quejas de transportistas, quienes denuncian la escasa presencia de la Guardia Nacional.
El impacto social de este fenómeno es profundo. Los transportistas enfrentan un riesgo letal todos los días. El 81% de los robos presentaron algún tipo de violencia. Los atracos no son aleatorios. Ocurren entre semana, con mayor intensidad de martes a viernes, días que concentran 69% de los casos. Canacar estima entre 50 y 150 asesinatos de operadores en carreteras cada año, mientras el sector arrastra un déficit de entre 4,000 y 5,000 choferes solo en Jalisco. Aunque un operador puede ganar 60 o 70 mil pesos al mes, pocos están dispuestos a arriesgar la vida por un empleo donde la mayoría de los robos quedan impunes.
Más allá de las cifras, este tipo de delitos genera un clima de incertidumbre que afecta a las familias de los propios transportistas. Muchos de ellos viven con el temor constante de no ver regresar a sus seres queridos, lo que provoca un deterioro en la calidad de vida y en la salud emocional de quienes dependen de esta actividad. El impacto se extiende a comunidades enteras donde el transporte de carga es la principal fuente de empleo, debilitando el tejido social y desincentivando a las nuevas generaciones a incorporarse a esta profesión.
Además, la normalización de la violencia en las carreteras provoca desincentiva el desarrollo económico. La percepción de una autoridad incapaz de garantizar el libre tránsito, genera un sentimiento de abandono, y alimenta la idea de que cada quien debe protegerse por su cuenta. Esto termina consolidando una cultura de miedo y de desconfianza institucional que erosiona la cohesión social y la gobernabilidad.
El robo a carga también golpea indirectamente a sectores industriales estratégicos, pues interrumpe las cadenas de suministro, reduce la competitividad de la región y proyecta una imagen de inseguridad que inhibe la llegada de nuevas inversiones. Si la Concamin estima en 70 mil millones de pesos las pérdidas anuales por este delito, el mensaje es claro, pues cada caja robada en una carretera jalisciense, es un dardo contra el crecimiento económico y la confianza en derecho.
Si Jalisco aspira a consolidarse como un nodo logístico nacional, no puede permitir que el miedo a circular por sus carreteras marque la agenda empresarial. Se requiere inteligencia policial, uso eficiente de tecnologías, presencia efectiva de autoridades federales y estatales, así como una política de prevención que reduzca la vulnerabilidad de las rutas críticas. De lo contrario, seguiremos normalizando el robo de carga como un “riesgo operativo”, cuando en realidad es un síntoma del deterioro de la seguridad pública y de la ineficacia gubernamental frente al crimen organizado.