Diferenciado los énfasis de un mismo postulado, Julie Wark observa que el #MeToo es egocéntrico, producto de una cultura occidental narcisista —cuyo contexto general es un futuro “desesperadamente incierto” donde todo está en peligro—, pues no radica en un “nosotras” en el sentido inclusivo de una comunidad, sino en una serie de “yos” que, sin provenir de un estado de pobreza y opresión histórico propio de las mujeres afroamericanas y otras etnias marginalizadas, han sufrido violencia sexual y abuso masculino.
#MeToo, dice la feminista Wark, se centra vindicativamente en los abusadores. El Me Too, en cambio, se ocupa de cuidar a los abusados. Por ello Tarana Burke engloba en su movimiento a los niños y hombres maltratados, pues los abusos sexuales son una cuestión de derechos humanos y no solamente, como para #MeToo, un problema exclusivo de las mujeres, donde lo político tiende a restringirse a las denuncias contra los hombres que las violentan y degradan. Wark postula un cambio conceptual entre las variantes del pronombre nosotros, como hace el idioma indonesio que distingue la forma exclusiva kami (nosotros, pero no tú) de la inclusiva kita (nosotros, que significa tú también). Lo que llama feminismo dominante compuesto de mujeres blancas de clase media, sostenido en un hashtag cuya pegajosa difusión evita la complejidad y resulta trivializante (“al ignorar el abuso sistémico #MeToo apuntala el violento patriarcado neoliberal”), practica un kami y no un kita.
Burke señala que la violencia sexual no conoce raza, color, género o clase social, pero la respuesta ante ella sí. Asumida como una cuestión de derechos humanos supone incluir a todos, principalmente a los más vulnerables. Y exige derrotar un poder que destruye la vida y a los débiles. Una transformación completa, concluye Wark, “de nuestra sociedad rota que no sabe lo que es la verdad”.
Fernando Solana Olivares