El mundo vegetal es femenino. De ahí provienen el lenguaje y el pacto esencial
con el Logos de la naturaleza, aquella Nuestra Señora de las Plantas que concede la vida y también la arrebata.
No es fortuito que el mito de nuestra cultura comience en el Jardín del Edén, y que de tal estado de gracia hayamos sido expulsados por comer el fruto del Árbol del Conocimiento (debido a la impaciencia, diría Kafka en uno de sus aforismos de fuego, la misma razón que nos impide regresar a él).
El paraíso terrenal del Génesis era cultivado por la pareja adánica pues Dios, afirma san Juan de la Cruz, es un jardín. Caminar por él es dar la vuelta al infinito, habrán cantado antes los poetas orientales. Los altos conocimientos y los dones del Alma se entienden “como el jardín de la clara percepción interior”. Según la tradición cabalista ello equivale al dominio del conocimiento principal.
Los egipcios entendían que cada planta tenía su palabra: las bayas de mandrágora simbolizaban el amor, los pétalos abiertos de los lotos evocaban al sol y sus raíces en las aguas eran el nacimiento del mundo. En Persia, como explican los libros eruditos, los jardines alcanzaron una significación cósmica, lo mismo que en Japón, pero también metafísica y mística. Así, son metáforas que nunca acaban: la amada es un ciprés, un jazmín, un lirio intacto.
Sus estanques forman espejos que multiplican lo que miran, lo desdoblan inagotable. Es un ensueño del mundo que cumple una doble función: nos reencanta con él, nos transporta fuera de él. La belleza de las flores, habitantes del jardín, le ofrece al alma recuerdos de su propia eternidad.
El poeta árabe enseña que la gloria de la creación surge al contemplar las plantas, cuando uno pasea por el jardín y se mira en la hierba.
Leo un libro reciente de Byung-Chul Han, Loa a la tierra. Desde hace años él cultiva su jardín.
Fernando Solana Olivares