T. E. Lawrence, agente de la destrucción árabe inducida por el perverso imperio inglés para sus fines de explotación y dominio, describió a las mujeres islámicas como “muertos que se dan un paseo”. El Islam no inventó el velo pero lo adoptó considerándolo expresión de fe, modestia y honor femenino. Pablo, el apóstol cristiano, impuso su obligatoriedad ritual como un símbolo de la autoridad del hombre sobre la mujer. Y aunque en el Corán se considera igual al hombre porque a diferencia de la misógina narrativa cristiana no es la fuente ni la razón del pecado por el que Adán y Eva fueron expulsados del paraíso, las interdicciones que en algunas culturas musulmanas la someten son aberrantes y niegan los derechos humanos básicos. Para el integrismo islámico las mujeres tienen prohibido estudiar, trabajar fuera de casa, permanecer en público sin llevar velo que puede ir de la cabeza a los pies, mantener relaciones al margen del matrimonio, usar cosméticos, hablar o estrechar la mano de un hombre, reír en voz alta, practicar algún deporte, ser revisadas por un médico varón y manejar o salir a la calle solas. Son esclavas, seres inferiores que nacieron para servir y obedecer al brutal mundo masculino.
Veinte años después de haber sido derrotado, el infierno talibán vuelve a apoderarse de Afganistán cedido a su fanática barbarie por la geopolítica estadunidense y su desestabilizador y opresivo poder. Se ha hecho viral en estos días el conmovedor poema “No deseo abrir la boca” de la escritora afgana Nadia Anjuman, muerta a golpes por su marido: “Estoy enjaulada en este rincón / llena de melancolía y pena. / Mis alas están cerradas y no puedo volar. / Soy una mujer afgana y debo aullar”.
El más reciente mensaje de una joven periodista afgana fue “Recen por mí”. Terribles tiempos cuando la oración es el único recurso ante el horror. Aunque sea tartamudeando, así lo haré.
Fernando Solana Olivares