La historia es exactamente al revés de cómo se cuenta. Ante la debacle de Afganistán intencionalmente provocada por Estados Unidos, el presidente Biden reconoció que la invasión a ese martirizado país “nunca tuvo como objetivo construir una nación (o) crear una democracia”, contradiciendo la versión oficial que desde octubre de 2001 justificó una misión civilizatoria armada cuyo pretexto era detener a Osama bin Laden, supuesto responsable de los atentados terroristas del 11S. El público, clamaría el Washington Post, mustio cómplice por omisión del asunto, fue “deliberadamente engañado” sobre la más larga y costosa conflagración estadounidense después de Vietnam.
Los resultados de esta guerra de ocupación diseñada no para ser victoriosa sino permanente (según advertiría Julián Assange desde
2011) y lavar dinero fiscal norteamericano y europeo que quedaría en manos de una élite transnacional de la seguridad, son catastróficos para el pueblo afgano, sus ciudadanos, mujeres y niñas que volverán a vivir el atroz infierno talibán. El objetivo no fue erradicar sino multiplicar en más de 40 veces la pro-
ducción de opiáceos (“crear un laboratorio de drogas a escala mundial”, denunció el secretario del Consejo de Seguridad ruso). Tampoco impedir el terrorismo global pues el territorio afgano se ha convertido en una base desde la cual Al Qaeda, el Estado Islámico o el Partido Islámico del Turquestán organizan atentados en Asia Central, India, Irán o la región china de Xinjiang. La mina de oro que ha significado para el complejo militar-industrial y los contratistas privados alcanza la inimaginable cantidad de 2 mil 500 millardos de dólares (un millardo es equivalente a mil millones), según el New York Times. De ellos, 80 mil millones de dólares en sofisticado armamento quedaron en poder del Talibán.
La historia resulta al revés. Donde se escribe que no, debe leerse que sí.
Fernando Solana Olivares