La gente lo ignora. Tiene nueve años. Lleva una camiseta de color indescifrable y el cabello, por el cual hace mucho que no pasa un peine, como si acabara de levantarse. Sus pantalones brillan de mugre, su rostro está marchito por días de no tocar el agua y el jabón. Pasa minutos observando tras el cristal a quienes almuerzan en el restaurante. Al fin vence su timidez y se decide a entrar. Pide limosna en una mesa, después en la siguiente y luego en otra. Sin mirarlo, los comensales lo despiden con gesto desdeñoso. Unos abismados en su celular o devorando el plato, otros conversando animadamente entre sí. Aquella familia de gesto inexpresivo, cuyos integrantes parecen perderse en cualquier abstracción que los aleje de ellos mismos, ni siquiera repara en su presencia.
Se le van los ojos sobre los platillos humeantes en las mesas. Es lo que percibe y olfatea, no a las personas a quienes pide caridad. Parece no sorprenderse ante el desprecio general, larga costumbre de su corta vida. Se para delante de mí y me mira en silencio. En sus ojos no hay barcas amarradas sino hambre y tristeza. Lo invito a sentarse y le pregunto qué quiere comer. La mesera apunta su orden, que hay que descifrar porque no sabe el nombre de las enchiladas verdes con pollo, queso, crema y frijoles que anhela. Devora el pan y sediento bebe el jugo. Come con refinamiento dictado por la necesidad. Hace días que no ha ido a la escuela, sus zapatos están rotos y van a burlarse de él.
Lo llevo a comprar otros y sin dudar elige unos tenis rojos. Imposible que acepte probárselos. Se avergüenza de descalzarse. La dependienta le mide el pie y encuentra su número. Aprieta la caja contra su pecho. Me ha prometido que mañana volverá a la escuela.
Sale corriendo de la zapatería transfigurado por la alegría. Alan dejará de ser invisible. Hasta que la miseria deshaga sus tenis y lo evapore otra vez.
Fernando Solana Olivares