“La dicha es una cosa terrible —escribió Georges Duhamel en su Diario de un aspirante a santo—: una miga de pan en mi cama, una sombra en un rostro o un grano de arena en mi zapato y el universo está amenazado”. La dicha o la felicidad no son tanto una presencia como una ausencia. No se es feliz mientras no duele una muela sino cuando deja de doler.
La filosofía aristotélica considera ese frágil estado intermitente y a veces impreciso como una actitud de acuerdo con la razón del individuo que “actuando bien se hace a sí mismo excelente y entonces feliz”. Ello conduce a la autorrealización, distinta para cada uno. Kant advierte que la felicidad es un deber antes que un deseo, una alegría o una elección, que no depende ni del destino ni de los demás sino de uno mismo, del comportamiento propio. Según Nietzsche consiste en la superación de lo que nos oprime, es “el sentimiento de un poder que crece, de una resistencia superada”. Radica en la limitación de los deseos propios en lugar de su compulsiva satisfacción, como diría Stuart Mill, quien mantenía que el eudemonismo, la felicidad como fundamento de la vida, era una aspiración de todo ser humano. Russell creía que en el amor residía el instrumento de la felicidad. Thoreau la pensaba como una elusiva mariposa que mientras más se persigue más se escapa, pero que en la actividad atenta y concentrada vendría “suavemente y se posará en tu hombro”. El Buda predicó que no hay un camino a la felicidad porque la felicidad es el camino mismo, y Lao Tsé dio razón de su felicidad al vivir nada más en el presente, sin nostalgia por el ayer ni expectativa por el mañana.
Todas estas nociones implícitamente aceptan el dolor, la desdicha, el sufrimiento como condiciones necesarias para la existencia de la felicidad. No los exaltan, solamente asumen que son parte de su condición complementaria, de aquello necesario para alcanzar la dicha y la satisfacción. Hoy, en cambio, en esta época definida por Byung-Chul Han como posindustrial y poesheroica, predomina un rechazo hacia el dolor porque se considera vergonzoso, carente de sentido y utilidad.
En su libro La sociedad paliativa observa que en nuestra sociedad neoliberal del rendimiento la nueva fórmula de dominación es “sé feliz”. Ahí no tienen lugar las negatividades (obligaciones, prohibiciones o castigos). En su lugar se exaltan positividades como la motivación o la optimización. “Los espacios disciplinarios son sustituidos por zonas de bienestar. El dolor pierde toda referencia al poder y al dominio. Se despolitiza para convertirse en un asunto médico. […] El dispositivo neoliberal de felicidad nos distrae de la situación de dominio establecida”.
El individuo así sometido no es consciente de su sometimiento dado que cree ser libre. Su autoexplotación es interna y no requiere verse obligado desde afuera a resultar productivo, como lo era en la sociedad disciplinaria moderna. El poder, desvinculado del dolor, es descrito por Byung-Chul Han como un “poder elegante [que] opera de forma seductora y permisiva”. Al hacerse pasar por libertad se vuelve menos visible y represivo que el poder disciplinario, pues en él la vigilancia está escondida. De ahí esa incitación a comunicar necesidades, mostrar deseos y preferencias, contar nuestras vidas: “La comunicación total acaba coincidiendo con la vigilancia total, el desnudamiento pornográfico acaba siendo lo mismo que la vigilancia panóptica. La libertad y la vigilancia se vuelven indiscernibles”.
El éxito como meta suprema a lograr —accesible a cualquiera sin importar origen ni procedencia, según los mecanismos ideológicos neoliberales de la persuasión—, encubre la situación de dominio impuesta en todas partes y obliga a una introspección anímica cuya función es “que cada uno se ocupe solo de sí mismo, de su propia psicología, en lugar de cuestionar críticamente la situación social”. No hay que mejorar las situaciones sociales sino los estados anímicos, mientras se enmascaran las relaciones de poder y las injusticias sociales. El mantra de la positividad y el felicismo egoísta consuma el final de la colectividad y destruye el plural nosotros para reemplazarlo por el cansancio individual del yo. Así cancela el necesario fermento de todo proceso revolucionario: “el dolor sentido en común”.
El sufrimiento es resultado del propio fracaso —nuevas letras escarlata de la exclusión social— y se pierden de vista las causas públicas de los desajustes sociales que lo originan. Cada cual se esfuerza en vano por curarse a sí mismo. La sociedad paliativa despolitiza el dolor y convierte la irritación colectiva en depresión individual.
Byung-Chul Han afirma que la felicidad doliente no es un oxímoron: quien no es receptivo para el dolor también se cierra a la felicidad. El obsesivo “Me gusta” esconde un dolor traicionado: toda luz requiere una previa oscuridad.