Cultura

Venus / Quetzalcóatl: el destierro y el espejo (2)

  • 30-30
  • Venus / Quetzalcóatl: el destierro y el espejo (2)
  • Fernando Fabio Sánchez

Quetzalcóatl, después de incendiar sus palacios, convirtió los árboles de cacao en áridos mezquites. 

Entonces se fue de Tula, tal como leímos la semana pasada.

Luego ordenó a los quetzales de plumaje iridiscente, a los momotos turquesa de cola en pala y a las garzas de cuello rojo que volaran delante como un cortejo. 

La línea de aves se extendió por varias leguas como una banda de fuego, incendiando el cielo con trinos y colores.

Más tarde, como cuenta Sahagún, llegó a Cuauhtitla. Bajo la sombra de un árbol grande, ancho y largo, le pidió a los pajes que trajeran un espejo.

Los enanos y los corcovados sagrados le dieron un disco de obsidiana negra.

Aquella superficie pulida, de oscuridad creada en el corazón de los volcanes, le reveló su cara.

“Ya estoy viejo”, se dijo.

Nombró al lugar Huehuequauhtitlan: “Donde el anciano se encuentra entre los árboles”.

Aquí llegamos a una de las escenas más famosas del mito de Quetzalcóatl.

El hombre venido de regiones lejanas que, por su conocimiento de la tecnología y su visión moral, había elevado a los toltecas al esplendor —y por ello había sido venerado como un dios— ahora descubría su realidad.

El héroe —precursor de Cortés— reconoce su derrota bajo un árbol mayor.

Tres nigrománticos lo atacaron desde distintos frentes y quebraron su ciudad, su alma y su cuerpo.

Según los Anales de Cuauhtitlán, Tezcatlipoca —precisamente el Espejo Humeante— había planeado este encuentro con su ser carnal desde el principio.

Le había dicho a su comparsa: —Vayamos a darle su cuerpo a Quetzalcóatl.

Así, cogió un espejo de dos caras, del tamaño de una mano, y lo envolvió como una trampa. Frente a Quetzalcóatl, dijo:

—Yo te saludo y vengo, señor, a hacerte ver tu cuerpo.

—¿Qué es eso de mi cuerpo? —respondió Quetzalcóatl—. A ver.

Luego le dio el espejo y le dijo:

—Mírate y conócete, hijo mío.

En seguida, Quetzalcóatl se vio y se asustó. Temblando, dijo:

—Si me vieran mis vasallos, quizá saldrían huyendo.

Se refería a las verrugas de sus párpados, a las cuencas hundidas de los ojos y a su cara hinchada, deforme.

Este es el drama de un dios que pierde su reino ante el embate de sus enemigos. 

Pero también es un drama ciertamente cotidiano: el encuentro entre la vida y el tiempo.

El mito nos habla del declive del poder, del amor, de la juventud inmortal.

Representa el dolor de encontrar vacío donde antes estuvo la alegría de los mejores tiempos.

Vaya destino humano.

Quetzalcóatl empezó a arrojar piedras al árbol que le daba sombra, como si el orden mismo lo hubiera traicionado, consumido por la entropía de existir.

Las piedras se adhirieron al tronco, milagrosamente, reflejando su deseo de fijar la existencia, cansado de irse desvaneciendo en las distancias.

Luego, continuó la ruta hacia el destierro, acompañado por la tristeza de las flautas, hasta que cayó otra vez, con sus manos sobre una roca.

Y tornando la cabeza hacia Tula, como lo haría mucho tiempo después el Cid en “El Cantar”, lloró desconsoladamente.

Y las lágrimas que derramó horadaron la piedra donde estaba llorando, aquejado por la magia de estar vivo como cualquiera de nosotros.

Además de los mezquites, las aves y las piedras, ¿qué otro rastro dejaría Quetzalcóatl, el ser humano?


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