Cultura

Un viaje entre banderas rojas: Billings, la llegada

  • 30-30
  • Un viaje entre banderas rojas: Billings, la llegada
  • Fernando Fabio Sánchez

Atravesamos el corazón de Yellowstone la semana pasada. En el ascenso llegamos a la tierra de ricos hacendados —políticos, celebridades del espectáculo, magnates de los medios de comunicación.

Cruzamos ciudades con nombres simbólicos. Big Sky —el Gran Cielo—, por ejemplo, encumbrada en las cimas de Montana, conformada por complejos para esquiar.

O Bozeman, sede de la Universidad Estatal de Montana, y cuyo nombre pertenece a su fundador John Bozeman, y que significa “El hombre del bosque”.

Nosotros nos dirigíamos a otra ciudad al borde del río Yellowstone, en las Grandes Llanuras al este del estado, Billings, conocida por sus actividades comerciales, agrícolas, de servicios médicos y de refinación de gas, petróleo y carbón.

Allí nos encontraríamos con Jennifer, TJ y David, muy pronto para completar el corazón.

Justo había calculado el tiempo para coincidir con Jennifer cuando saliera del trabajo.

Hacia las cinco de la tarde, descubrimos una ciudad que regresaba a sus casas.

Las vías principales estaban ocupadas. Avanzamos lentamente, deteniéndonos en cada esquina, en cada semáforo.

Éramos un auto con placas de California, entrometido en la rutina diaria de cientos de montaneses.

Pensé que, mientras ellos concluían su jornada laboral, nosotros culminábamos nuestro viaje —nuestro trabajo—, sellando una ruta de tres días, llena de experiencias.

Sintonizamos la radio: noticieros, música para entrar en el buen humor, música de los ochenta.

Me sentí como en cualquier lugar del mundo que busca la relajación y el significado.

Jennifer y yo nos encontramos con sincronía exacta frente a su casa, mientras me daba un abrazo y me felicitaba por el recién celebrado Día de los Padres.

En la ventana de la casa estaban TJ y David, sonriendo. TJ le dijo al niño:

—Allí está el abuelo.

—Abue —dijo David, levantando el brazo.

Nos reunimos todos dentro, con alegría, mientras David se acostumbraba otra vez a mi presencia.

Un poco más tarde, le presenté a Maestro, quien se mostró muy cariñoso con el niño. 

Snoopy, según su personalidad, fue desconfiado, aunque solo al principio.

Ya casi a la hora de dormir, a las 8 de la noche —con un cielo claro todavía— nos despedimos.

Luego, conduje hacia una cabaña a las afueras de Billings, donde nos habíamos hospedado en ocasiones pasadas, rodeada de campos para los dos canes.

No solo recobré el camino, sino la familiaridad con las calles, avenidas y bulevares —ahora más despejadas—; los parques con familias practicando deportes, jugando golf, descansando; los centros comerciales, restaurantes y cafés.

Allí estaba la formación de acantilados de piedra arenisca que bordea la ciudad por el norte y el oeste, conocido como The Rims.

Subimos y, desde allá arriba, el camino nos mostró la totalidad de la urbe: las calles, las refinerías, la naturaleza.

En la radio sonaba una melodía conocida, la misma con la que había crecido en los ochenta, en las tardes de México.

Con las ventanillas abajo, respirando el aire seco y cálido, me sentí incorporado en el espacio y en el tiempo, mientras el sol meridional golpeaba con relativa intensidad pese a la hora. 

Olía a campo.

Atrás habían quedado los temores, la incertidumbre por el ambiente político, la relativa prisa.

Todo parecía un mundo ajeno a los avatares del exterior, presente dentro de sí mismo, sin banderas ni imágenes políticas.

Con esa calma y seguridad, llegamos a nuestro refugio, para habitar un tiempo en aquella latitud de la tierra y del corazón, como seguiré narrando en la siguiente entrega.


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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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