En 2010, Gerardo García y yo editamos La luz y la guerra: el cine de la Revolución Mexicana, bajo el sello del CONACULTA. El libro fue parte de las conmemoraciones del centenario de la revolución.
Además de los ya mencionados, incluye textos de los siguientes académicos: Aurelio de Los Reyes, Julia Tuñón, Matthew Bush, Jean Franco, Zuzana Pick, Stephany Slaughter, Adela Pineda, Héctor Domínguez Ruvalcaba e Ignacio Corona.
El cineasta Felipe Cazals escribió el preámbulo. Con motivo de su muerte el mes pasado y por la memoria revolucionaria del 20 de noviembre, incluyo un fragmento a continuación:
Ya se sabe: la Revolución mexicana se bajó del caballo y se subió a un automóvil de lujo. No era previsible, era inevitable.
El clamor por restablecer la justicia social, sin duda, era una meta irrenunciable, pero los compromisos de cada bando, adquiridos al fragor de la refriega y las redes de intereses traicionados, obligaron a los caudillos revolucionarios a cumplir cuanto antes con una meta ansiada: proceder sin más tardanza a la repartición del pastel.
La afirmación anterior parece simplificadora; no obstante, es un hecho histórico comprobable y una desilusión que perdura en cada mexicano desde hace casi un siglo.
Los revolucionarios vencedores sacaron de sus alforjas aquellos ideales y los reacomodaron a su antojo, sepultándolos bajo toneladas de alocuciones patrioteras, alegóricas y ditirámbicas. “¡Todos habían ofertado su sangre a la patria, y ninguno se había rajado, nomás eso faltaba!”.
Pero ahora se necesitaban estrategas de la letra para cuadrar las conquistas de la Revolución. Nada fuera de la legalidad, todo dentro de la ley.
El ejercicio del poder por zonas de influencia geográfica y la negativa de las facciones en desventaja a cumplir con los ordenamientos, relegaron los sagrados principios de la revolufia hasta que fueron gradualmente desvirtuados.
Sublevaciones, alcaldadas y levantamientos envilecieron muy pronto la frágil vida pública mexicana. El aire político era irrespirable.
Se imponía la concordia, y la hora de la lealtad a causas distintas debía ceder su sitio a una justa reparación nacional; pero, eso sí, llamando a las partes a un indispensable respiro cívico.
La costumbre incurable de repetir los mismos errores del pasado obligó a los revolucionarios a hacer las paces sentándose detrás de los escritorios porfirianos.
Se multiplicaron las condecoraciones, así como los reconocimientos internacionales, siempre atentos a no perder de vista sus prósperos intereses en los yacimientos mineros y petrolíferos, que habían sido duramente castigados en los últimos tiempos por la imposición de nuevos impuestos del difunto régimen porfirista.
El advenimiento de los revolucionarios no era un mal augurio para los capitales extranjeros. Las nuevas negociaciones con los peones con cananas no tendrían que ser distintas a las anteriores.
Ingleses, estadounidenses y holandeses se sabían de memoria el precio convenido para poder saquear al país a sus anchas.
Sin embargo, y para su desventura, en esto se equivocaron los voraces capitalistas extranjeros: Los constituyentes de 1917 lo dejaron redactado de modo bien claro y, un poco más tarde, el presidente Lázaro Cárdenas los puso fuera de circulación para siempre, o casi...
Con el tiempo su regreso sería bajo otro antifaz: el del libre comercio.